1 de octubre de 2011

TURBOCRÓNICAS Lindas chicas miñón

Tomé el taxi al salir del aeropuerto de aquella ciudad en el sur del país. El sol rajaba las banquetas. Una decisión repentina me hizo abrir la portezuela delantera. Suelo sentarme atrás para leer a gusto, pero había leído en la espera y en el vuelo. El taxista estaba como estresado y neurótico. De camisa blanca de manga corta y de corbata. ¡A treinta y cinco grados de temperatura! Pero se la quitó cuidadoso y la colgó del espejo retrovisor. De baja estatura, güero, de cabello negro y cerdudo. Nervioso. Mentaba madres ante equis falla de los conductores. Le pregunté por un colega suyo de origen japonés, conocido en viajes anteriores. Ya no está, dijo. Muchos vienen y se quieren hacer ricos en seis meses. El güero apenas tenía ese tiempo en el sitio. Pocos se hacen pistudos en tan poco tiempo. Él había sido chofer de gente poderosa. Ah, ¿sí? Por ejemplo de un alcalde de pueblo pequeño. Lo llevaba y lo traía “en chinga” a la capital del estado. Eso fue hace como cinco o seis años. El jefe iba atrás durmiendo. La primera vez nos hospedamos en un hotel modesto. Comíamos taquitos en el mercado. Allá le dijeron no, no, usted está para los de cinco estrellas todo pagado. ¿Todo? Todo. Hasta lo que no… Desde el primer viaje cambiamos a uno de siete estrellas, je je… Ahí llegábamos... De superlujo. Cada uno en su cuarto. ¿Ya sin taquitos? Ah, puta, comíamos como coches. Me hice adicto al filete mignón. Así se dice, ¿verdad, señor? Miñón, le dije. Miñón. Es que el italiano (sic), no se me da, je je. A mi jefe le dieron unos números de teléfono y al rato ahí estaban dos, tres chicas galanas. Hasta a mí me tocó... De a grapa. Yo escogí a la miñón, ¡ja! ¡ja! Olía a gardenias. El gobernador acostumbraba recibir a los presidentes a la tarde siguiente. Era una junta de esas de municipios jodidos… Valía la pena la espera de horas. Cuando regresábamos, yo llevaba ahí donde va usted, una enorme paca de pisto… Sí, sí, el gober le daba a cada uno su paca… Nada de cheques. Pacas. Entonces el jefe me decía, toma unos cuantos fajos, güero…, pero no abuses… Lo que pescara la mano, le dije, abriendo a lo que daba mi mano derecha. Me ignoró. Eran como diez o quince mil pesos por viaje. Ese jefazo terminó su cargo y yo también. ¿No le pidió ser jefe de la policía?, le dije. Se acostumbra. Volvió a ignorarme. Tengo mis inversiones, dijo. Casitas. Terrenitos. Animalitos… Ahí está ya su hotel, señor.

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