25 de octubre de 2011

NOTAS DE UN TROTAMUNDOS PARA UNA GUÍA DE HOTELES*



Tumbado en la cama de un hotel, las cortinas corridas o sin correr, con la luz de la lámpara o sin ella, leyendo a mis anchas, me pregunto cuál fue el primer hotel de mi vida. No consigo recordarlo. Pero me gustan cada vez más, al grado que podría vivir en uno. Aparte me agradan los aeropuertos. Cuando regreso al DF sueño despierto con que pronto efectuaré otro viaje. Los primeros los hice en el tren Centroamericano, a lo largo de la costa de Chiapas, en la región del Soconusco. Pero desaparecieron. Sólo da servicio ya, me temo, el trenecito del bosque de Chapultepec.
Quizá porque hay ratones de biblioteca, al principio tenía cuidado de emitir cualquier declaración que me hiciera pasar como tal, como ratón de hotel. Pero los prefiero a las bibliotecas. Además la atmósfera en el vestíbulo propicia la lectura del periódico. Se trata de imperfecciones del carácter. Soy consciente. Pero ¿quién es perfecto? Nomás el colega Hugo Leonel del Río. Cuidaba de manifestarme a favor de los hoteles porque la mayoría lo hace para pronunciarse en contra. Muchos lo ocupan sólo para dormir, dicen con desdén. La mayoría prefiere hospedarse en casa de amistades. Yo no. Yo vivo en los hoteles, digo y me miran como si aquel bosque, el de Chapultepec, amaneciera un día pavimentado y entrecruzado por segundos pisos. Vivo los hoteles por mi afición a ellos y por mi trabajo, y porque me disgusta causar molestias en casa ajena. ¿Cómo llamar al room service?
De un tiempo a esta parte ya no me inhibo para poner de manifiesto esa adicción. Lo digo sin complejo de ser un ratón de hotel y si el interlocutor se interesa emito una perorata. Cuando alguien pregunta por determinadas preferencia, digo que sólo deben parecer hoteles y ofrecer los servicios elementales, y sobre todo con teléfono. “Pero tú odias hablar por teléfono”, me dijo Petunia, mi compañera. Es cierto, pero sin teléfono no podría utilizar el servicio a cuartos. Es decir, lo pido como requisito. No acostumbro el desayuno en la cama, pero sí una jarra de café para la sesión matutina de tecleo.
A pesar del uso frecuente de hoteles jamás pregunto sobre nada en especial. Un ratón de hotel da por descontado que va a encontrar lo necesario. Desde luego me he llevado cada decepción… Podría redactar un decálogo y sacarlo ante el encargado y preguntarle si dispone de tal o cual servicio. Con el afán de disponer del cuarto semiperfecto, y no para denunciar a la casa y que la degraden restándole media estrella o una estrella completa. Aún no redacto ese decálogo. Quizá porque siempre confío en que dispondré de los requisitos mínimos. A veces uno paga cifras exorbitantes y tiene derecho a exigir. Pero ni así… Tampoco pido echarle un vistazo previo a la habitación. Cuando el asunto es irremediable pido cambio de cuarto y, si no, queda el cambio de hotel. A veces no se puede y sólo queda engrosar la lista negra con otro nombre.
Petunia y nuestros dos hijos adolescentes viajamos el fin de año del 2007 por Querétaro, Guanajuato y Zacatecas. En la ciudad de las momias, en un hotel de cuatro estrellas, construido hacía ciento cuarenta y seis años, en 1862, un viento frío sopló dentro cada noche y azotaba las puertas. Temí soñar con la irrupción de un piquete de momias desnudas y en fila india, pero no soñé nada. ¿Cómo, si permanecí alerta horas? Aunque ese no fue problema grave, sino que no había una mesa como en todo hotel de cuatro estrellas. En la administración informaron que era imposible conseguirme una. Me asomé al pasillo y vi un carrito con entrepaños. Ése que empujan las recamareras para ir de cuarto en cuarto cambiando sábanas, toallas y dotando de botellas de agua, jabones, champú, etcétera. Ahí no iba a poder escribir, vaticinó Petunia. Nunca había tenido ese problema por muy media estrella que fuera el hotel. Es decir, he escrito con la compu encima del buró o de las maletas. Sí puedo le dije, aunque ella propuso la cómoda. Como estaba demasiado alta, visitamos el cuarto de los muchachos… Ahí era más baja. Con el intercambio, los críos sólo confirmaron la demencia de su progenitor.
A Hernán Lara Zavala, autor de la formidable novela Península, Península (Alfaguara, 2008) no le gusta escribir en hoteles. Lo distrae el espejo frente a él. Truman Capote y otros escribían tumbados en la cama. Hemingway escribió cuentos y novelas. Es decir si los narradores se dividieran en dos categorías, unos escriben a gusto en los hoteles (inclúyanme, por favor) y otros no, (incluyan a Lara Zavala).
Ignoro de dónde provenga ese gusto. Puedo ser un caso para el diván psiquiátrico. Pero si uno ha sido reportero la vida entera no es extraño que haya estado en muchos. No tantos como Nabokov, pero sí unas cuantas docenas. El autor de Lolita vivió con esposa e hijo en doscientos moteles de EE.UU y en otros hoteles de Europa  después de su exilio de Rusia. Recuerdo dos casos de mi época de reportero. Luego de un terremoto en Guatemala llegué a reportear el recuento de los daños. Hallé hospedaje en un hotel de cinco estrellas, a cuyos cuartos le habían quitado las puertas porque podían trabarse con las réplicas del sismo. En otro terremoto, ahora en Nicaragua, el fotorreportero y yo hallamos sitio por horas en un motel. Podíamos ocuparlo de noche. Los nicaragüenses vivían desesperados haciendo el amor de día, tarde y moda, informaban en la recepción, ante el pánico de que se acabara el mundo. Desocupaban los cuartos como a las diez pm.
Desde luego ha habido situaciones peores, mas un adicto a los hoteles va a todas… Un ciclón había deslavado casi todas las ciudades y pueblos entre el océano Pacífico y la sierra del Soconusco, en una franja de doscientos cincuenta kilómetros de largo. Llegué de noche a Tapachula enviado por el semanario Época, ya desaparecido. La lluvia era pertinaz y había una neblina húmeda. Los cuarenta y pico de hoteles de La Perla del Soconusco estaban atestados, dijo el taxista. Quizá en un motel. Pero ahí tampoco hubo habitaciones disponibles. Los soconusquenses  hacen el amor hasta casi a la media noche en tiempo de ciclones. ¿Y ahora? El taxista preguntó si me interesaba una casa de huéspedes. Sí pero esa casa no parecía casa de huéspedes y menos hotel. El encargado puso en mis manos algo así como un metro y medio de papel higiénico… Cuando vi la cama individual con una sábana que no alcanzaba a cubrirla tomé la decisión de dormir sobre el colchón  y cubrirme con la sabanita, o no cubrirme. Imposible dormir. No por las condiciones de la cama, por el aspecto del portero de noche. Amable, servicial, pero… Me inquietó de tal modo que a la mañana siguiente (lloviendo a cántaros), le pregunté qué le había pasado en la cara. “Me dieron un machetazo”, dijo imperturbable, acostumbrado a la pregunta sin duda, “y  el médico tuvo que rebanarme parte del muslo e implantármela en la cara”.
Desde hace tiempo he sentido el impulso de escribir una guía de hoteles y de contar mis experiencias. Aunque dudo de que el nombre apropiado sea guía. Eso no importa. Cuando uno escribe historias cortas o largas, lo de menos es tener el título desde el principio. A veces se consigue hasta el final. Podría ser un anecdotario, crónicas de viaje especializadas en hoteles y uno que otro restaurante. Los viajeros escogen el hotel para desayunarse e incluso para cenar, no para comer. La fama de su cocina resulta apenas mediocre, con las excepciones del caso. Una guía para quien viaja a la mexicana, sin agencias de viajes, aunque no como el mochilero intrépido. Emprenderé la tarea cuando el impulso sea en verdad poderoso.
Incluiría los hoteles curiosos en los cuales me he hospedado. A bote pronto recuerdo uno de Venecia. La familia llegó feliz en tren, y pedimos informes en una caseta de turismo. A media cuadra había uno dentro de nuestras posibilidades, de tres estrellas. Los visitantes iban y venían por la calle. Parecía el tramo de San Juan de Letrán, del DF, entre la torre Latinoamericana y la churrería El Moro. Llegamos, nos registramos y nos asombramos cuando el botones nos dijo ¡andiamo! Es que habíamos salido del hotel... ¿Qué sucedía? El empleado dijo sonriente que las habitaciones estaban ¡al cruzar la calle, enfrente de la administración!
En Tapachula, en mi tierra, en la costa de la selva, en el Soconusco, llegué a un hotel sin elevador. En los cuartos de la planta baja los excusados no tenían cubierta, sólo en los del segundo piso. Bien. Luego del desayuno me dispuse a asearme… Subí las escaleras con pies de plomo. Pies, piernas y panza. Había pedido doble ración de enfrijoladas. Exquisitas. De haber bebido chocolate habría ascendido aleteando al primer piso como Remedios la Bella, de García Márquez. En el cuarto me cepillaba los dientes cuando el lavabo se despegó de la pared, aunque alcancé a detenerlo. ¿Qué hago, diosas mías?, pregunté viendo al techo. Escupí el cepillo y busqué en la pared. Vi dos fundas de metal y en el lavabo unas puntas como de sables cortos. El lavabo pesaba tanto como una mujer-estatua. Encajé los sables en las fundas. Terminé de asearme, alerta. La plomería no es mi fuerte. ¿Había salido airoso del brete? No, porque se me comenzaron a humedecer los zapatos, los calcetines... También se había zafado la tripa del agua sucia. En cuclillas, vi un agujero negro. Entonces ejecuté algo así como el coito del fontanero, y todo resuelto.
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*Este relato de MAC, cuyo más reciente libro es Últimas Noticias (Ficticia, 2010), Premio Nacional de Novela “Luis Arturo Ramos”, aparece en la revista Tinta Seca (de arte y literatura), número 108, noviembre-diciembre, que dirige Miguel Ángel Muñoz.


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