10 de noviembre de 2008

Lunes 10 de Noviembre del 2008

El siguiente texto lo leí en un auditorio de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH) ante cinco personas adultas y medio centenar de preparatorianos desmadrosos:

Identidad, periodismo, literatura, el Soconusco*


––¿Cuál es su nacionalidad? ––preguntó
el comandante Strasser, del Tercer Reich.
––Soy borracho ––contestó Rick Blaine.
––Eso hace de Rick un ciudadano del mundo ––dijo sonriente Renaud, el prefecto de la policía.

Diálogo de Casablanca en el “Rick´s Café Americain”.

Sin duda tuve conciencia de quién era yo, pero en especial de dónde venía, de dónde estaban mis raíces, cuando viví en España. Desde siempre intuí cuál iba a ser mi destino, aunque sí tenía dudas sobre la identidad. ¿De dónde era yo? ¿Del DF, de Chiapas, de la región del Soconusco? ¿Por qué huí dos veces de casa? Lo cual significó también huir de Tapachula. Después de varios viajes, ya de adulto, me amparé en la divisa de muchos aventureros. Aventurero en el buen sentido de la palabra, y en el malo qué caray. Esa divisa consiste en sentirse ciudadano del mundo.
Llevaba autoexiliado en el DF unos tres sexenios cuando viajé a España, pero no actuaba como chilango. La tierruca había sido todo ese tiempo un imán poderoso, si bien había quedado lejos para mí. A una hora y veinte minutos en avión, a dieciocho horas por carretera, a dos noches en tren... Incluso conocí la capital del país antes de conocer la capital del estado. Uno es de donde está la nómina, dicen algunos. La patria lo determina la dieta, dicen otros. Esa frase del ombligo enterrado suena para mí a frase infortunada, pero todavía no sé por qué. Ahora con el uso de las células madres podría hacerse un reportaje sobre ombligos, tan perforados por la moda. Es decir, sobre los cordones umbilicales y su desperdicio.
Así que en España sobrevino la revelación, la epifanía, le llaman. Yo no era de otra parte sino del Soconusco, de la costa de la selva. Lo descubrí soñando. No despierto, uno de los síntomas de la adicción a la escritura. Soñaba dormido con la tierruca, o situado en la tierruca. Mis sueños nunca pasaban por el DF. Se iban directo al Soconusco. Soñaba con su gente, con mi gente, con mis amigos, con el clima, con el mar. Despertaba en Madrid y me asomaba a la ventana y no veía el Tacaná, ¡coño!
Recién alfabetizado, como a los seis años de mi edad, cuando no había tele, aunque sí radio, la legendaria XETS, un ciclón acuarteló en casa a la familia. Vivimos en la Segunda Calle Oriente de 1940 a 1950, antes de mudarnos a Barrio Nuevo, a doce calles al norte, en la Once Oriente y Tercera Norte. Mis hermanas Silvia, María Eugenia y yo nos aburríamos con el encierro en cada ciclón. A Elena le bastaban sus muñecas. Enrique no nacía aún. Excepto haber visto por la ventana, estupefactos, cómo el ventarrón arrancaba un par de almendros de la Segunda Calle Oriente, el monótono ir y venir de las ráfagas de lluvia nos provocaba un tedio infinito. Sin duda mi madre, Enriqueta, se lo dijo a mi padre, Abraham. Así que papá nos llevó a casa varios libros. Me gustó uno sobre la historia de un pirata de ya no recuerdo cuál de los siete mares. El malvado se la pasaba tomando por asalto barcos mercantes. Blandía su espada, atravesaba a las víctimas, las degollaba, y quizá hasta les arrancaba las entrañas y se las arrojaba a los tiburones.
La historia me flechó. Las emocionantes aventuras de los personajes y la actitud perversa del abusivo pirata, las recordaré siempre. La historia versaba, en el fondo, sobre la lucha eterna entre el bien y el mal. No tengo ningún recuerdo de cómo era el capitán, pero jamás olvidaré el rostro siniestro del pirata. La cara imaginada por mí coincidía con su rostro feroz en las ilustraciones del libro. Voy a ser escritor de historias de aventuras, pensé desde entonces. Como ya no hay piratas y no tuve la suerte de bogar ni siquiera en una canoa por las aguas del Pacífico, a veintidós kilómetros al oriente de Tapachula, he escrito sobre aventuras… amorosas. También sobre el episodio peliagudo de haberme casado, la primera vez, con doña Bruja. ¿Hay algo más aventurado para un reportero y narrador que casarse? Lo dudo.
En la actualidad si me preguntan por qué escribo, lo cuento de ese modo, de manera directa y concisa. Es decir, escribo porque a los seis años, al leer una historia de piratas, yo me dije si existe el trabajo de leer y de escribir voy a conseguir ese trabajo. ¿Se imaginan? ¿Una chamba según la cual se la pase uno leyendo y escribiendo en horas de trabajo y… en horas de descanso? ¿Qué podía pensarse en Tapachula de un individuo deseoso de ser justo eso, a mediados del siglo pasado, si ni siquiera había librerías? Pues que estaba lurias, deschavetado… Pero la venturosa circunstancia de leer aquel libro enraizó la vocación de escritor en el terreno fértil, aún no labrado, de mi alma.
A la distancia observo que mi vocación se bifurcó en dos rutas, la del periodismo y la de la narrativa. Pero ¿podría haber sido de otra forma? No. De chamaco vendí revistas y diarios, y de joven mi padre me ascendió a repartidor de las suscripciones. Mientras la ciudad dormía la siesta, yo efectuaba el reparto en una bicicleta, seis meses bajo el sol y seis meses bajo lluvias torrenciales o bajo lloviznas mampas.
Aquí en Tapachula se editaba el Diario del Sur y El Sol del Soconusco. Además disponía del Excélsior y de El Universal, que me ayudaban a establecer diferencias en el tratamiento de los diversos géneros periodísticos. Aunque ignorara a ciencia cierta en qué radicaba la diferencia.
Mi padre tenía en casa una colección de obras selectas de grandes escritores. Siempre a la mano. Sin censuras de su parte aunque también sin orientación alguna. Quizá no había libros prohibidos porque, a esa reducida biblioteca, le faltaban el “Marqués de Sade” y el “Kamasutra”, las “Mil y una noches”, en su versión original, y Henry Miller. Así que yo iba de “El Conde de Montecristo”, de Dumas, y de “Eugenia Grandet”, de Balzac, a “Crimen y castigo”, de Dostoiewsky. De postre leía las páginas deportivas y policiacas de los diarios, del DF por supuesto, y en los diarios locales, la nota roja, toda la primera plana y toda la última.
El fracaso en la escuela fue el detonador de mis escapadas de casa. Reprobé el quinto de primaria y el tercero de secundaria, y años después abandoné muerto de tedio la carrera de economía. Sin embargo hubo otro germen incubado en la niñez y que hizo crisis en la adolescencia. El entorno me golpeaba. La atmósfera en general me asfixiaba. Yo sentía ganas de subirme al primer tren para huir hacia el norte, hacia Nueva York, e iniciar mi proyecto de ser un trotamundos empedernido. Después escribiría mis aventuras excitantes, quizá en Tapachula.
De adulto he tratado de establecer por qué las peores tres horas del día para mí son las que van de la comida al crepúsculo. Todavía no lo he descubierto. Quizá sea un caso para mi psiquiatra… cuando lo tenga. Un caso de personalidad adictiva. Adicto a los libros y al trago. Adicto a las mujeres y a las mojarras. Al salir de la niñez, empecé a ir al cine con mis ganancias en la venta de periódicos. Dos películas diarias en el llamado Teatro Figueroa y tres en el Cine Tapachula. De niño, con mis padres, veía también tres películas en el Cine Lírico, de techo de lámina. Los tres cines ya desaparecidos. A los cuentos y a los novelas empecé a sumar las historias de las películas. Sin querer, siguiendo mis proclividades y guiado por la intuición, me preparaba a ejercer el oficio con el cual había soñado despierto de niño a partir de aquel ciclón. Ya de adulto, poco antes de la hora de la comida, principié la linda tarea de trasegar espumosas sin permitir la llegada del abominable engasamiento. Por supuesto, los compañeros de prepa más avanzados apadrinaron ese rito de iniciación en La Mesa Redonda. Quién sabe qué tanto haya de cierto, técnicamente hablando, cuando digo que crecí los últimos cinco centímetros con la botana de la cervecería de don Pablo Solares.
Después de una niñez dichosa, la asfixia me acogotaba en la adolescencia, aunque no tenía la menor idea sobre las causas. La traidora de mi novia se acababa de casar con su profesor de sexto año de primaria. Pero ¿eso era todo? ¿Nada más esa pérdida, para mí tan monumental entonces como los cinco mil y pico de metros del Tacaná? Medio siglo después opino que también repercutió la conflictiva relación con mi padre, y el dinero y el lenguaje.
En síntesis casi todo el mundo aquí tenía como propósito fundamental hacer pisto. Lo cual denotaba progresar, fundar negocios o explotar cualquier cosa explotable. No importa si mujeres… Acumular riqueza y propiedades y aparecer radiante en las columnas periodísticas junto a las chicas juncales y los chicos biempeinados de la alta sociedad. El pueblo se dividía en pobres y ricos. Lo sé ahora. Los clasemedieros éramos nosotros. Una clase media baja en ascenso. Si no vestías a la moda dispendiosa, si no tenías reloj o carro de equis marca, eras un pobre diablo, un muco. Un “perdedor”, dicen ahora los integrantes de la primera promoción de gringos nacidos en México, ¿o será ya la segunda?
Para sembrar la cultura y que brote y florezca, la sociedad debe pasar antes por varias etapas. El comercio y los servicios, o la industrialización, el desarrollo urbano, las universidades… La cultura llega al último, y es necesario cuidarla, regarla, fertilizarla. Fumigarla para aniquilar las plagas que planean sobre las siete artes o pululan agazapadas en espera de socavarla.
Mi primo el arquitecto Julio Carballo Ancheita sugirió que le pidiera una orquesta sinfónica a un gobernador del estado. Yo iba a entrevistarlo para la revista Siempre! El mandatario contestó “¿Orquesta o desagüe para Tapachula?”. Titubeé. Debí responderle orquesta por como incumplen sus promesas los políticos. Me zafé recordándole que el reportero era quien hacía las preguntas. A casi dos sexenios de distancia, Tapachula sigue sin desagüe, pero ya tenemos una orquesta juvenil en el estado, cuyo pianista es el tapachulteco Guillermo López Espinal.
En cuanto al lenguaje, empecé a dudar de mi cociente intelectual. Yo era un oligofrénico, sospeché. Un babotas. No le entendía a mucha gente y si preguntaba o quería que me explicaran, mis relaciones sociales empeoraban. ¿Por qué razones quería entender con nitidez todo cuanto escuchaba? ¿Por qué no entendía las frases mal pronunciadas o las frases incompletas? ¿Porque soy un perfeccionista? Así que me planteé la disyuntiva de escapar del Soconusco o permitir que se me atrofiara el magín y por consiguiente la lengua.
¿Hubo cambio al respecto en el DF? No del todo. Por ejemplo, al principio, los albures me desconcertaron. Siempre los tuve por una práctica ociosa de la mente. Ya hubiera querido tener sesos de sobra para dominar el cálculo diferencial, o para memorizar las fórmulas de la química. Harto, inventé una respuesta antialbur para todos los casos. Entonces desconcertaba a los albureros porque era como un tapabocazo, y les echaba abajo su perniciosa inspiración.
Uno de mis peores defectos, el de preguntar a diestra y siniestra, iba a servirme como reportero. Me había iniciado en el periodismo al editar un periódico mensual en la prepa. Ese defecto debe haber influido en la escuela, en las clases que reprobé o en las que terminé por no presentar exámenes. No entendía y no preguntaba para no dar lata. Pero es que entre más profundizo, más lejos quiero ir. Para aprender, debes entender primero, obvio. La narrativa acentuó ese defecto. Ahora, reporteando la vida, amplié mi campo de acción. Lo llevé a extremos en los cuales puedo ser insoportable si alguien me contesta la primera pregunta. En correspondencia, ante cualquier pregunta para mí, respondo lo más claro y completo posible. Sólo procuro no caer en el rollazo.
Salí de mi pueblo para, entre otras cosas, curarme de los restos de regionalismo, anidados en las tripas y en el alma. Lo conseguí, creo. También he procurado separar el trigo de la paja. Ahora tengo plena conciencia de que, con escasez (apenas dos diarios y medio centenar de libros), puse en el Soconusco los cimientos de todo cuanto soy, para bien o para mal. Infancia es destino dijo el clásico.
En el DF empecé de reportero porque ese oficio, supuse, me llevaría al otro, al de la narrativa. Disfruté siendo reportero, el oficio más lindo del mundo, dicen los maestros, y por poco me quedo en eso. El trabajo se efectúa con una gran libertad de movimiento. Pero hay otro en el cual la libertad es absoluta, y ese oficio es el de escritor de historias.
¿De dónde vendrá ese espíritu necesitado de actuar en plena libertad? Aparte de los genes, del ADN, el asunto está en haber nacido en el Soconusco, sospecho. ¿Serán así todos los costeños? Pero ¿y si le agregamos a esa peculiaridad el hecho de haber nacido en la costa de la selva?
Cierta vez René Avilés Fabila me invitó a comer en su casa de Tlalpan. Al llegar Petunia y yo nos pasaron al jardín cubierto con un pasto como de California, bien recortado. Vi que René prendía el fuego de la parrilla de carnes. Entonces yo usaba botas, de vaquero urbano porque eran de marca. Uno utiliza tales botas para reportear los actos políticos, donde actúa la infame turba de los búfalos. Los reporteros llaman así a la cargada de acarreados a los actos políticos. En esos actos se corre el riesgo de perder uno o dos zapatos con los pisotones. En aquella comida, me puse al tú por tú con la señora madre de René. Es decir, le entré al tequila para poder brindar porque ella se negaba a hacerlo con mis pálidos jaiboles. Doña Clemencia acababa de darme un gran consejo, apropiado para quien, al escribir, no lo hace a nombre del presidente ni de sus respectivas lombrices. Es decir para quien no escribe en tercera persona del plural como lo hacen los políticos. Por ejemplo cuando dicen: “Estamos aquí reunidos…”, y blablablá. “Los que escriben en primera persona”, dijo la señora Fabila, “deben cuidarse, del yoísmo, pero también del meísmo”. Del ¿qué?, pregunté, aferrado al caballito de tequila, ya bien bolo por el agave. “Con el me, me, me…”, precisó ella.
Los tequilas acababan de calentarme el hocico, hubiera dicho Rafael Ramírez Heredia. Pero yo sentía helados los pies no obstante mis botas Christian Dior. El pasto estaba ya húmedo y, el cielo, negro y sin estrellas. Al hablar, generábamos exhalaciones neblinosas. René y Rosario acercaron la parrilla de los bisteces para caldear nuestro entorno. Doña Clemencia me parecía cada vez más brillante. Ella había sido profesora de literatura. Hablamos de escritores y del oficio de escribir. Se habían ido casi todos los invitados. Quedábamos René y Rosario, doña Clemencia, Petunia y yo. Frío de las quichas, diríamos en soconusquense, tuve la ocurrencia de subir las botas a la parrilla, donde aún fulguraban rojos los tizones ardientes. Si yo hubiera estado en la sala de una casa, debió pensar la señora, habría subido las botas a la mesa de centro. Qué bueno que sirvieron la comida en el jardín. “¿De dónde eres, dijiste?”, preguntó doña Clemencia al verme en una posición como la del héroe Cuauhtémoc, torturado por los españoles, progenitores de nuestros agentes judiciales. Aunque yo sí me sentía en un lecho de rosas gracias a los tequilas. Soy de la costa de la selva, le contesté a la señora, orgulloso y empezando a sentir calientitas las extremidades inferiores. “¡Ah!, exclamó ella. “Ahora me explico… ¡Salud!”
En ocasiones me pregunto si alguien puede reclamar grados de libertad tan altos como en el periodismo (y en la narrativa), o me pregunto en cuáles otras actividades podría uno actuar con tan altos grados de libertad. En mi caso, nomás muerto, claro. Porque imagino el infierno a mi conveniencia.
Por eso no entiendo a los periodistas con la ambición de ser diputados. Les ha de atraer la rutina y el cobro de las dietas. Lo mismo levantar el dedo entre siesta y siesta del perrito, la matutina. Bien curulecos, les dicen por la curul en la cual dormitan. No les importa vivir tres años sometidos al líder que los pastorea y, si cualesquiera de ellos resulta elegido líder de los diputados, les importa un presidente municipal el sometimiento al mandatario en turno. Peor debe ser el caso de los periodistas metidos a políticos en un estado donde prevalece la jodidencia. La entidad federativa de un país de los llamados emergentes por los políticamente correctos. El trato injurioso y humillante del cacique sigue prevaleciendo por estos rumbos, con sus excepciones. Así despojan al pobre de lo último, la dignidad. Sigo sin entender a los periodistas aspirantes a diputados, pero como narrador intento comprender la condición humana. Por ejemplo, es de sabios cambiar de oficio o de profesión. Para ser periodista se necesita gran solidez de conciencia. Mas, para ser reportero, aparte de la conciencia, se necesita un aguante de mulos. En cuanto a los temerosos a ser libres, deben sufrir de un síndrome fatal, así como existe el horror a los espacios abiertos, o el pánico a las alturas.
Pero efectuar cuanto uno quiere, incluso cumplir el deseo de ser diputado, sin que importe el sometimiento al cacique del siglo 21, vestido de traje y corbata, efectuar cuanto uno quiere, repito, es una manera de perseguir y de lograr la felicidad. “Dale chance”, suele decir el ingeniero Roberto Filemón Cruz de León, catedrático de esta universidad, mi ex compañero de prepa, cuando alguien critica a un amigo mutuo. <>, dice Cruz de León, <>. Un político y abogado oaxaqueño declaró en Tuxtla Gutiérrez que la felicidad debe perseguirse de oficio. Sin embargo hace falta acuñar proverbios en favor de la libertad, en favor de ser lo más libre posible. Quizá existan esos proverbios, pero un autodidacto vive con la falla académica de llegar un poco tarde al conocimiento. En mi caso prefiero perseguir de oficio la libertad, a partir de una frase de Flaubert: “La felicidad es algo monstruoso, y quienes la buscan y la hallan son castigados”. Hay otra, de Saramago: “Entre más viejo, más libre. Entre más libre, más radical”.
Aparte de los libros de casa, pedía otros por correo. Al autodidacto, un escritor nos lleva a otro. A veces yo los hallaba por mera intuición en las librerías del DF.
Tardé poco en darme cuenta de que los escritores mexicanos hablaban de la realidad, pero de la realidad de ellos. Leía las novelas de la revolución mexicana como leía las novelas rusas o las francesas, imaginando un mundo lejano y ajeno. Entonces al volver la vista hacia atrás no hallaba a ningún escritor de cuentos o novelas del Soconusco. Vamos, ni de narrativa ni de historia ni de filosofía. Quizá los hubiera pero en bibliotecas particulares. Por eso, cuando el doctor Alfonso Díaz Bullard publicó La choca, su novela, salí corriendo a comprarla y en la primera oportunidad lo entrevisté a él como autor.
Nadie más había a la vista. Eso me desconcertó. Ese desamparo provocó sentirme inseguro. ¿Acaso iba a empezar desde mero abajo? ¿Acaso iba yo a ser si no el primero sí de los primeros? Pronto dejé de hacerme esas preguntas y me puse a escribir. Estaba tardándome. Después, sobre la marcha conocería a dos excelentes narradores de mi edad, a Arturo Arredondo y a Víctor Manuel Camposeco. Ellos también salieron de Tapachula. Ahora hay más narradores jóvenes: Hernán Becerra Pino, Gabriel Hernández, Wilbert Sánchez, Max Elnecavé, Godofredo Rodríguez, José. A. Flores, Rubí Mandujano…, y aquellos a quienes no he tenido oportunidad de conocer. También está Gustavo Gonzalí, que ya no se cuece al primer hervor, como dicen.
Dada la centralización en el DF de los periódicos en los cuales yo deseaba trabajar, no iba a escribir mis historias aquí en la tierruca. Cuando regresaba, recorría los sitios de mi niñez. Incluso compré una casa que me quitó el banco en la primera crisis. Soñaba con tener ahí mi estudio. Llegué a visualizarlo de tal modo que sólo faltaban los muebles. Por la ventana norte vería el Tacaná y por la ventana sur el Pacífico, o la carretera al puerto. Viviendo en el exilio capitalino, sólo necesité venir de vez en cuando. Sin duda, mi temperamento y mi personalidad y carácter se habían forjado ya en la niñez y en la adolescencia. Tanto los buenos años como los malos. A la ciudad la traigo conmigo y viaja adonde viajo yo.
He ubicado muchas historias en el Soconusco, aunque no todas. Sin embargo el resto de historias con personajes de otros rumbos está escrito desde la perspectiva de un soconusquense, medio pulido por los viajes. Esto es algo semejante al enviado especial de un periódico al extranjero. El cronista redacta luego de reportear un suceso, luego de sentirlo con la idiosincrasia de un observador procedente de cierto país. De ese modo, la hechura de la crónica periodística o literaria de un alemán, sobre el derrumbe de las Torres Gemelas de Manhattan, sería muy distinta a la hechura de la crónica de un soconusquense.
Cuando empezaba como reportero en una agencia de noticias, mi jefe de redacción, un español refugiado, Joaquín Sanchís-Nadal, me aconsejó que viajara a la madre patria, en cuanto pudiera. <>, dijo, <>. Cuando pude viajar, viví un año en España. El maestro Sanchís-Nadal tenía razón. En Europa adquirí perspectiva, fijé mi vocación en el alma y empecé a soñar, dormido, con el Soconusco, mi verdadera patria.

*Plática de MAC en el Segundo Festival Cultural del Soconusco, en el auditorio del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Autónoma de Chiapas, en Tapachula, el 6 de noviembre del 2008.
Sus libros más recientes son Morir de periodismo (2008, Axial) y Soconusquenes. Crónicas y semblanzas (2008, Coneculta-Chiapas).
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