15 de diciembre de 2009

El narrador y la lectura*

A veces me pregunto cómo puede contribuir un contador de historias, cortas o largas, a que aumente el número de lectores en un país donde se lee medio libro al año, en promedio, según los pesimistas. La pregunta ha surgido a raíz de los numerosos programas gubernamentales y de la gran cantidad de artículos y de ensayos publicados, en los cuales se analiza el problema y se proponen soluciones. La contribución del narrador está en escribir bien, opino.

Esta opinión podría parecer simplista pero el oficio implica cientos o miles de tomas de decisiones, de las cuales depende que el texto sea legible, original y disfrutable. Si hace pensar al lector, aparte de entretenerlo, el propósito se logra, cuando menos el mío. Un aspirante a narrador escribió un cuento de dragones. Le pregunté qué sabía de dragones, para enterarme de si cumplía con el requisito elemental de dominar el tema. Un dragón es un dragón, contestó seguro de sí mismo. Pero él sabía de dragones tanto como yo de ornitorrincos.

Muchos libros no se leen o se dejan a la mitad porque están rebosantes de fallas. El llamado lector inocente ignora cuáles son las razones, pero quien escribe y publica está obligado a saberlo. El libro debiera estar a la altura de los ditirambos de la contraportada. El autor de novelas, cuentos y crónicas, el tapachulteco Víctor Manuel Camposeco, adquirió una novela, animado por lo expuesto en la cuarta de forros. Tras leerla se sintió víctima de un fraude. Pudo acudir a la Procuraduría Federal del Consumidor, pero se limitó a reenviárselo a la autora con una carta para dejar constancia del timo.

Desde luego esto no denota que yo sea el mejor. Quizá sea malo o regular. Pero hago hasta lo imposible por escribir bien. Uno aprende a escribir cada libro. Desde luego, a lo largo de mis años de lector he leído libros que debí tirar a la basura, para no perder tiempo... Exagero, porque mi compañera tiene un baúl, tamaño refrigerador, donde echamos esos volúmenes y en cada crisis acaban en una librería de saldos.
Cuando uno se atreve a cuestionar esta clase de errores, digamos la sintaxis, de inmediato brinca un colega, bisturí de la envidia en mano, para destazar tu escrito. No hay texto perfecto, sabía Borges. Él dejaba por ahí dos o tres gazapos, dijo, para demostrar que ese texto lo había escrito un ser humano. Quizá curándose en salud, je je.

Cualquiera goza escribiendo, declaró Truman Capote. Pero escribir bien implica un esfuerzo descomunal. Ahora, como tercer paso, siempre de acuerdo con el autor de “A sangre fría”, crear arte reclama férrea voluntad sobrehumana.

Hay autores que exigen esfuerzos extras del lector porque según ellos escriben profundo. Es posible. Se les da el beneficio de la duda. Pero muchos de ellos exhiben sin rubor una sintaxis confusa. Hay quienes dicen ¿cuál es el problema?, relee dos, tres veces la frase. Es decir, hazle el trabajo al autor negligente y apático. He intentado el experimento incluso con autores consagrados, desentrañando, por ejemplo, una frase dentro de una frase dentro de otra frase. Masoquista, he reescrito las tres frases en mi libreta de anotaciones, para calibrar el grado de mi falta de concentración y de mi falta de energía mental. Quiero convencerme y caer prosternado ante semejante genio. He puesto las frases de todas las maneras posibles, una al principio y dos enseguida. Estas dos antes de aquella, etcétera. Termino por confirmarlo, se trata de un papasal tamaño volcán Tacaná.

Pero ¿cómo ven aquella explicación según la cual te recomiendan un libro, cuyas primeras veinte o cincuenta páginas son aburridas o incomprensibles pero, entre comillas, luego se pone muy bien? Ese autor hacía caso omiso de la técnica de Juan Rulfo, destruir las primeras cuartillas.

El desaparecido Jorge Ibargüengoitia tardaba tres años en escribir una novela y sus lectores la leían en tres horas, declaró con sarcasmo. La paisana Claudia Guillén dijo para eso trabajo, para hacerle placenteras al lector las historias.

Los chamacos, los adolescentes, se saltan partes de una historia porque no entienden, o por las descripciones demasiado prolijas. Así lo aconseja Borges. El problema no es del lector, cuenta Bioy Casares que opinaba su colega y maestro, en el mamotreto de mil seiscientas sesenta y tres páginas, titulado Borges. El problema es del autor.
Yo trato de hacerlo. Saltarme los pasajes enredados. Pero no puedo. Siempre he tenido ese problema. Si no entiendo, pregunto. A veces me doy por vencido y, luego de tres preguntas con tres respuestas incomprensibles para mí, suspendo el interrogatorio. Temo fastidiar a mi interlocutor. En la lectura si dejo de lado frases o párrafos inextricables, podría perder claves de la historia y no entender el final. Un amigo, el colega Hugo del Río, lee los libros de principio a fin, tengan buena o pésima sintaxis, sean de excelente, regular o mala calidad literaria. Cierta vez estaba quejándose de lo mal que escribía un autor. ¿Lo abandonaste?, le pregunté. ¿Lo tiraste a la basura? No, dijo él. Soy de Monterrey, no se te olvide.

En el primer mundo el fenómeno también se ha ventilado. El escritor húngaro Sándor Márai, en su libro Diarios 1984-1989, cita una opinión de Pascal. Cuando al filósofo y matemático le decían que alguien estaba escribiendo un libro, no preguntaba si esa persona escribía bien, preguntaba si era un caballero. ¿Por qué? Porque nadie que no sea un caballero emprende un trabajo desconocido, respondía Pascal. ¿Cómo traducir eso en el tercer mundo? ¿Hay caballeros en este mundo, el nuestro, donde hasta el capitalismo es salvaje? ¿Donde los empresarios y los políticos, dominando el monopolio de los poderes fácticos, se enriquecen a lo bestia? Es un tema ajeno para un reportero y narrador. Que lo analicen los intelectuales, con buena sintaxis, espero.

Rumiando el asunto me he preguntado ¿por qué todo el mundo debe tener gusto por la lectura? Es cierto que mucchas personas son lectores en potencia, pero lo ignoran porque jamás han tenido libros a la mano, aparte de los textos escolares. También porque no se les ha desarrollado la adicción, cuyo único efecto secundario, en ciertos casos, es el de experimentar a continuación las ganas frenéticas de escribir. Si ustedes, como yo, nunca han sentido ganas de ser astronautas o corredores de bolsa, o diputados, ¿por qué todos deben aficionarse por decreto a la lectura? Hay quienes, dice Robert Louis Stevenson, apenas leen periódicos, porque carecen del don de la lectura, de la gracia para leer libros También hay quienes detestan leer novelas o cuentos de ficción. ¿Porque les resultan historias inverosímiles? ¿O porque están desprovistos de imaginación?

Ahora con el descubrimiento de los llamados soportes electrónicos crecerá el número de lectores, intuyo. Adolescentes y jóvenes, y dos o tres contemporáneos míos, escriben y leen más en teclados y en pantallas, que los adolescentes de mi época. ¿Cuántos de ellos saltarán a los libros electrónicos? Muchos, espero.

Respecto a mí, ardo en deseos de tener en la mano un libro de esos, con mis autores preferidos capturados en su interior. Ya no leeré junto a mi compu a fin de buscar el significado de alguna palabra en el diccionario de la Real Academia Española, o anotarlas o subrayarla y buscarla después en cualesquiera de mis diccionarios. A veces acumulo palabras en mi libreta de apuntes, y termino por olvidarlas debido a la falta de tiempo. Ahora pulsaré una tecla y entraré al diccionario del llamado Kindle. Por cierto según mi diccionario inglés-español la palabra kindle significa encender, iluminar, inflamar, arder, etcétera.

Gracias al libro electrónico ya no experimentaré el desaliento al ver los párrafos sin sangría o la letra diminuta. Haré las adecuaciones a mi gusto. Si me canso de la vista por la lectura, una voz seguirá leyéndome. Espero que haya voces femeninas.

En síntesis espero que el editor no sea el enemigo número uno del lector y del autor, que haga su trabajo con buena tipografía, papel apropiado, diseño útil no bonito y, si estético, mejor; que el libro no se convierta en un mazo de barajas; que promueva la lectura y mis libros lleguen a todas las librerías. En cuanto al librero, que contrate empleados capaces de orientar a los lectores y de clasificar de manera correcta los libros. Mi libro titulado Morir de periodismo, una historia larga, un mamotreto, recién aparecido está en el apartado de Comunicación.

El autor, con diez por ciento de las utilidades en la venta de cada ejemplar, escribe el libro y los desvergonzados también el texto de la cuarta de forros, cuyo pago se ahorra el editor. Además corrige las pruebas, lo promueve, consigue entrevistas, etcétera. ¿Por qué hacerle el trabajo a los otros? Muchos confunden ayuda con obligación. Cada chango a su mecate, dijo Tarzán. Ciertos editores pagan las regalías en especie, es decir, con los propios libros del autor. Yo no podría subir al Metro a venderlos porque estoy contra el ruido. Es imposible leer a gusto en un vagón si le ponen a uno, frente a la nariz, una mochila con la bocina integrada. El vómito de música estridente aviva mi neurosis y me sacude la sesera. Acabo de pagar el registro de derechos de autor, para recibir las regalías en libros de un título mío. Pagas por tus propios libros.

A veces me preguntan ¿por qué te quejas?, ¿por qué no vendes naranjas o te postulas a una diputación? Como periodista, critico, y como narrador, comprendo, les contesto. También recuerdo a Stevenson en este renglón. La paga está en el trabajo, escribió él, y los editores lo saben, y aunque no lo sepan.

En cuanto empecé a escribir ya no me detuve y cuando le leí a Faulkner que nada destruye al buen escritor y que, entre comillas, lo único que puede alterarlo es la muerte, díjeme que me dije un día daré los últimos teclazos con la frente.
*
Palabras de MAC, reportero y narrador, en el Tercer Festival Internacional de Letras “Jaime Sabines”, efectuado del 8 al 11 de diciembre en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

2 comentarios:

  1. Querido MAC:
    Luego de leer tus comentaios sobre la mala sintaxis de algunos escritores me vuelve el alma al cuerpo.
    Muchas veces, cuando leo alguna novela, ensayo o texto relacionado con la ciencia o la tecnología, redactados por afamadas plumas, encuentro cláusulas en verdad inintelegibles para mí. Por más que las leo y releo (incluso con el ejercicio de acomodar en orden diferente las frases)nunca llego a buen puerto en mis entendederas.
    Cuando eso me pasa, me consuelo diciéndome que se debe a mi ignorancia, a mi falta de estudios académicos, universitarios. En el mejor de los casos, le echo la culpa a los traductores, cuando es el caso.
    Ahora me queda claro que no es así, gracias a tus luminosos conceptos, mi querido MAC.
    Quizá ahora sí acepte los retos que en dos o tres ocasiones me has lanzado: "¿Por qué no das el salto, de periodista a escritor?"
    Desde luego, sé que nunca podría ser uno de polendas, pero por lo menos publicaría completas una docena de buenas entrevistas que he hecho a lo largo de mi carrera, las cuales siempre fueron mutiladas por los propietarios o editores de las revistas y periódicos donde he colaborado, entre ellas una que te hice hace ya varios años en la cafetería El Parnaso de Coyoacán, de la cual tengo dos cassetes (dos horas) que, a mi juicio, no tienen desperdicio.
    Recuerdo tu comentario, con una fuerte carga de sarcasmo, cuando la viste publicada: "¡Qué poder de síntesis!", dijiste, pues sólo eran cuartilla y media en la segunda de forros de la Revista México, luego rebautizada Chiapas-México, de mi entrañable amigo don Alfonso Morales Calvo. La limitación de espacio, te dije en aquel entonces, se debía a que las planas de la revista habían sido ocupadas por la publicidad política.
    Cuando me preguntaste en alguna ocasión por qué no escribo una especie de memorias de mi trayectoria en el oficio, te respondí que no me interesaba. La verdad es que tengo miedo de perder los poquísimos amigos que conservo y que alguno de los muchos enemigos que he cultivado se decida, por fin, darme un balazo, y luego aparecer "ejecutado" por el narco.
    Por cierto, sobre la curiosidad que tienes acerca del seudónimo que a veces uso (el Conde del Soconusco), no fui yo el que lo eligió, me lo endilgó don Alfonso Morales, quien se hacía llamar El Marqués de Cintalapa.
    Como sabes, fui su redactor durante casi 30 años, hasta el día de su muerte. Allá por los años 80, me pidió que le hiciera una columna de comentarios políticos "fuertes", para hacerles sonar el látigo a políticos ladinos que no querían entrarle al aro de su personal estilo de hacer publirreportajes. Me dio una lista de personajes rejegos.
    Así lo hice y se la entregué sin "crédito". Días después, cuando apareció publicada la revista, la columna estaba firmada por El Conde del Soconusco. Cuando le pregunté cuál era la razón de semejante chascarrillo, me contestó socarronamente: "Si yo soy el Marqués,usted no tiene por qué ser menos, mi estimado Óscar".
    Ante tan contundente argumento, no me quedó otra más que levantar nuestras copas coñaqueras y decir ¡salud!

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  2. Óscar: Al principio de mis lecturas, llegué a pensar lo mismo. El torpe era yo. Sin embargo, cuando buceas en las tripas del oficio, medio le hallas. Nunca dejas de aprender. entre más sabes más preguntas te haces.Los amigos no se pierden.Pierdes a los que se decían tus amigos.Un supuesto colega anónimo me escribió diciéndome que mis ex amigos estaban escribiendo un colectivo para refutar "Morir de periodismo". Debí contestarle que yo no tengo ex amigos, sino personajes. Pero me dio güeva responder. Trabajo en tres mamotretos. No tengo dinero para comprar tiempo.Si no te interesa, si no sientes ganas ni impulso, es decir, si puedes vivir sin escribir, pues no escribas. Muchos dejan de hacerlo porque ni obtienen éxito ni fama. Perdieron tiempo pues debieron ser tianguistas o meterse a la tele.Me parece gracioso el sentido aristocrático de la gente. Por eso te pregunté. Aparte porque los seudónimos me intrigan, no los desprecio como los anónimos. Una de las ventajas de escribir es que no tienes clase social. En Francia nos llaman hijos de la alegría. Lo cual me agrada. Sin embargo, cuando era empleado de los editores me sentía trabajador. Entonces metía en el saco de los despreciables a los esquiroles y a los que renegaban de su clase social. Pero un narrador comprende, no critica. Así que estoy a punto de vaciar el saco del todo. Pero necesito conocer a un escritor de anónimos para comprenderlo. Sólo entonces... Claro que puedo imaginar las causas (cobarde, alevoso, etcétera), pero me gusta que todo cuanto imagino tengan un sustento real. Saludos.

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