17 de abril de 2013

Leoncito


Turbocrónicas
Leoncito
Marco Aurelio Carballo

Para José Luis Cuevas

La primera vez que oí aquella súplica más que lamento (“¡Ya me quiero ir!”) supuse que era un niño. Durante toda la semana escuché la misma demanda cada mañana. No me pareció extraño porque la espera a esa hora, acaso con el sueño interrumpido o desmañanado, se antojaba demasiado larga. En semana santa, el piso de Radioterapia de Oncología del Centro Médico Siglo XXI estaba lleno, desbordado. Llaman al paciente por medio de un sistema interno de sonido, dos o tres cada diez o quince minutos. Se organiza un desfile de esperanzados en una cura casi milagrosa. A lo mejor no para aquel niño que aún no se explica muchas injusticias de la vida.
En la primera sesión de radioterapia se me ocurrió preguntar si dolía. Buscaba romper el hielo con la enfermera. Pero ella no estaba para romper nada y dijo que ahí también trataban a niños. Entendí: “Ni siquiera los niños hacen preguntas pueriles”.
Cuando conocí a Leoncito lo vi en un pasillo jugando con su padre, el mismo perfil del cráneo. El niño de unos cinco o seis años, estaba rapado a navaja, a la Yul Bryner (1920-1985), el actor ruso aquel del siglo XX. Leoncito, así lo llamaban, corría de un lado a otro, riendo, siempre al encuentro de quien supuse el padre. Era el niño que gritaba cada mañana “¡Ya me quiero ir!” y ahora con la misma voz decía, vehemente: “¡Al ratito…!” “¡La foto, al ratito!” Le hicieron creer, deduje, que las luces de la sesión de radioterapia recorriendo su cuerpo eran para tomarle fotos.
Hubiera querido acercarme y chocar mis nudillos con los suyos y decirle que yo también quería irme ya a casa, pero que él era un ejemplo de paciente para los adultos, sobre todo para los temerosos de que aquellas luces no fueran las de una cámara fotográfica, sino lancetas de fuego atómico… Entonces escuché mi nombre y caminé resuelto a mi sesión, inspirado por Leoncito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario