Trinché uno de los tejocotes y se lo aproximé a Petunia. Ella se echó para atrás como si en lugar del preciado fruto le ofreciera una cucaracha cristalizada. No me gustan, dijo. Nunca me han gustado. ¿Qué que qué?, pregunté patidifuso. No soporto el rechazo, pero esta reacción suya iba más allá.
En el otoño, desde hace dos o tres sexenios, descubrí los tejocotes en dulce cuando la acompañé al mercado. Le pregunté por qué nunca los había comprado. Contestó con un ademán incomprensible. En la tierruca los llamamos “manzanitas”.
Desde entonces, si hay oportunidad, compro un cuarto de kilo, seis o siete pulposas esferas doradas. Le ofrecía y aceptaba uno y hasta dos. Se trata del tercer postre exquisito para mí, enseguida del higo y de la duquesa, la oblea rellena de clara de huevo.
Dos o tres sexenios después, Petunia lo rechazaba con aquella atroz confesión. Debía ver el asunto en positivo. El cuarto de kilo costaba diez pesos, después doce, dieciocho y veinte y veintidós. Ahora, treinta.
Nunca es tarde para ir fijando posiciones, concluí. Serán todos míos. Cerré los ojos y me concentré en el paladeo. Estaba ya en condiciones de aceptar sólo media pila de pasta y de rechazar el salpicón, el pozole de pollo, los bisteces insípidos y la lechuga sin aderezo.
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