Los hombres que no mueren
“Un esqueleto, pese a todo,
se parece un poco a un hombre…
Está siempre más listo para
revivir que unas cenizas…”
Louis-Ferdinand Céline
Cierta noche, al girar hacia
la solitaria Tercera Avenida Norte de mi pueblo, contra esquina de La
Poblanita, cantina legendaria, me topé de súbito con aquella figura vestida de
negro. Llevaba una sotana y tenía cubierta la cabeza con la capucha de la misma
indumentaria y del mismo color. Me dirigía a la casa luego de salir del cine donde
había visto Rebelde sin causa. Al cruzarnos
vi una calavera bajo la capucha. No sentí miedo. La cosa parecía sonriente, je
je. Ella no hizo el menor intento de nada. Iba sin guadaña… No recuerdo haberle
visto ni manos ni pies. La sotana le sentaba holgada como debe ser, creo... Desconcertado
seguí de frente sin volver la vista. Yo tenía dieciséis años. Aún no tomaba
trago, si bien había recaído en el cigarro después de mi fracaso como boxeador,
peso pluma.
Ni antes ni después he
tenido experiencia semejante, cruzarme con la muerte. Nunca he tenido
alucinaciones. Tampoco ebrio he visto doble. Fumé mota una vez y sólo sentí harta
sed. Supuse que, originario de la costa de la selva, soconusquense de cabo a
rabo, era anfibio, proclive a la humedad, al alcohol. De adulto, durante una
terapia de grupo, conté la experiencia de mi cruce con la muerte y una señora murmuró:
“Eso es muy común entre nosotros”. Me pareció fantástico. Iba a pedirle información,
pero fue imposible porque ella dejó de asistir a terapia.
Años antes, a mis catorce,
mi madre me dijo: “Mira, ahí naciste.” Era una casa de madera estilo California
como les dicen en mi pueblo. Caminábamos por la Octava Norte, sobre la banqueta
Este, de espaldas al volcán Tacaná. La casa de color verde estaba enfrente. Parecía
derruida y hundido el techo de tejas rojas manchadas de negro. Debió de haber
sido la primera vez que escapé de la muerte. Había sanatorios en el pueblo y
quién sabe si aquella casa verde era un sitio aséptico. Aún antes de ver la luz,
ya era un proyecto firme de hipocondríaco. Ahí vivió la partera, dijo mamá. El
hospital civil no existía aún. ¿Estaba la familia amarchantada con esa comadrona?
El Ogro había tenido tres hijos con otras dos parturientas.
Olvidé si entonces estaba al
tanto de mi frustrante incapacidad como poeta. Eso sí dolió y no los
cinturonazos del Ogro, mi padre, porque yo era un hijo desobediente. Arrecho,
decía mi mamá, en el sentido de relajiento, quiero pensar. Convencido de mis
capacidades diferentes, hice una fogata en el patio de nuestra casa de Barrio
Nuevo con la hojarasca del naranjo y con mis dizque poemas. De golpe, Elvis
Presley cantando “Un tonto como yo” me salvó de ensartarme un cuchillo mellado
de la cocina. Si no puedo ser poeta, dije, escribiré rolas y baladas. La depre
era doble porque a unos metros estaba casándose mi primera novia con su
profesor de sexto año. A ella le había escrito mi último bodrio.
El encuentro a cuatro
asaltos con Kid Lavacoches no significó peligro mortal. Cuando bajé del ring
bañado en sudor, dictaminado el empate por el réfere, escuché murmurar a un
espectador malvado: “No se sabe quién tenía más miedo, si Kid Lavacoches o el
flaco varejón (a mis dieciséis años).”
En el periodismo he tenido experiencias
seudomortales. De forma paralela, dominado por la ambición de escribir novelas,
fui descubriendo que los narradores son unos suicidas. Si Hemingway y Faulkner
eran alcohólicos y novelistas, iba por buen camino, llegué a confirmar. Detrás
de un escritor hay un alcohólico y una gran… neurosis, afirman.
Antes de ser reportero la
idea era morir como James Dean, si bien no a bordo de un Porsche y corriendo a
lo loco. Según el uso de la época era necesario irse joven y guapo. En mi caso
joven y con mi cara de fierro. No a bordo de un auto deportivo y sí de mi bicicleta.
Durante toda la preparatoria, repartí los diarios de la capital del país en
casi todo el pueblo. Gambeteaba veloz por el empedrado o por las banquetas,
donde las había, sin problemas. Durante los meses de lluvia, cuando podía acechar
cualquier peligro, circulaba libre del todo. El pueblo entero, o así, permanecía
en casa gracias al buen gusto de guarecerse o de dormir la siesta, arrullado por
el pencazo de agua.
Me reflejé en Hemingway
cuando leí que él escribía mejor enamorado y que el trago lo llevó al
psiquiátrico para, enseguida, volarse la tapa de los sesos de un escopetazo. Nunca
tuve una escopeta y quien sabe si el oleaje depresivo me lleve al sitio adecuado
a encallar. En la familia de Petunia, mi compañera, las depresiones se curan a
cachetadas, suele decir ella y hace el ademán. Faulkner, bien bolo, murió a
causa de un porrazo al caer del caballo. Tampoco sería mi final. No al caer de
la bici porque la abandoné en la tierruca. Claro, eso no es lo importante. Lo
importantes es escribir París era una
fiesta II con el título de Sodoma,
Gomorra y Tapachula, como creo haber escuchado en una reunión de genuinos
poetas en Tuxtla Gutiérrez. ¿Lo dijo Óscar Palacios o José López Arévalo? El sonido y la furia II es otra meta.
En el ínterin, huyendo del
Ogro, como la Plebe de Barrio Nuevo le decía de cariño a mi padre, entré a la
Facultad de Economía de la UNAM. Estaba de moda. La carrera no el Ogro. Yo
quería emular a mis escritores favoritos y de paso al Che Guevara, no ser
economista. Mas en esa facultad iban a invitarme a formar parte de una
guerrilla, confiaba. Esperé tres años sentado en la última fila. Nada. Aburrido
renuncié y me hice reportero.
Como tal cubrí policía,
ciclones, terremotos y, lo mejor, una guerra. Aunque las guerras carecen de romanticismo
si sobrevives y mueres sólo cuando tienes la suerte en contra, si te parapetas en
el lado de los perdedores. Recibes tu acreditación de corresponsal de guerra
siempre y cuando reportees detrás de la tropa. Vi desde las goteras los bombardeos
aéreos en Estelí, Nicaragua, y nos dejaron entrar cuando ya habían “limpiado”
la ciudad. En el recorrido escuché tiroteos de los francotiradores. Nada más.
El trabajo del escritor consiste
en escribir bien, dicen muchos de ellos. Revolución, gobierno, empresas, etcétera,
es para los otros. A un escritor nada lo destruye, decía Faulkner, y la muerte nomás
lo transforma. De vez en vez viene a mi mente esa frase. Si llego a
encontrarlo, transformados ambos, le diré a ver, a ver, querido y admirado
maestro, plis, desglóseme la frase. Desde luego tengo mis interpretaciones, pero
lo importante sería su explicación.