Viernes 23 de octubre del 2009
La secre del jefe habló para decirme que debía pasar a firmar nuevo contrato. Mañana mismo, dije con entusiasmo reprimido. Había pedido aumento de sueldo, después de tres años cobrando con recibos de honorarios. ¿Iban a dejar de descontarme el IVA? No hice preguntas. Esto es algo parecido al melate. Compras el billete y mientras confirmas tú pésima suerte, sueñas. Deudas, primero. Viaje después. Uno de tres meses. En tren y en barco. Donde los haya. Aquí sólo queda el trenecito de Chapultepec, aunque descarrile, y las trajineras de Xochimilco.
Primero pasé a la caja. Una señorita amable. En cuanto me ve, cada dos meses, busca mi cheque. Ahora lo hace dos veces. Empiezo a sudar. Disculpe, dice la señorita, amable pero ominosa. Olvidé su apellido... Mal síntoma. ¿Qué me esperará con el contador? Él está más amable todavía. Pregunta cuánto tiempo tengo de colaborar. Como tres años, digo pensando que ese no es mal síntoma, es pésimo. Mientras explica las razones del nuevo contrato, oigo sin escuchar alusiones al fisco, a la situación de las empresas, etcétera. Veo que la cifra a cobrar seguirá siendo la misma.
Eso es más o menos, concluyó el contador bien peinado, afeitado a ras, oloroso a loción facial sin duda, sonriente, cincuentón. Puede leer el documento, dice. Claro que no, pienso. Estoy picado con Diarios 1984-1989, de Sándor Márai. Olvidaré los dos cafés de la celebración. Buscaré una banca en la Alameda y avanzaré treinta páginas. El contador murmura algo así como gracias por la confianza.
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