Viernes 9 de octubre del 2009
Después de un sexenio, reencuentro a un viejo colega. Trabajé para él dos años. Me despidió porque no podía pagarme el sueldo merecido, dijo él. Nos dimos un abrazo. Los ricos son muy herméticos, me dijo cierta vez. No les gusta hablar de su dinero. ¿Por qué los jodidos sí hablan de su jodidencia?, sigo preguntándome. ¿Porque sabemos manejar mejor la pobreza, como los boxeadores? Olvidé por qué el colega habló de los ricos, pero sí recuerdo que pensé un argumento trillado. Detrás de una gran fortuna, dice la frase hecha, hay grandes crímenes. Ni modo que hablen de eso.
Ahora mi colega dice, antes de otra cosa, que perdió todo, no tiene un quinto y por eso no ha podido comprar mi libro “Morir de periodismo” (Axial). ¿Por qué la confesión? Si me quedó a deber colaboraciones, ya lo olvidé. Le estoy agradecido porque tras un centenar de Turbocrónicas publicadas en su revista, adquirí el oficio y la disciplina para teclearlas. En aquella ocasión le pregunté si seguía escribiendo poemas. ¿Cómo crees?, respondió, molesto. Estoy haciendo empresa.
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