Mañana
chilanga
Como ese libro le demanda concentración total,
Feldespato lee una, dos veces equis párrafo. No importa, siete sexenios atrás no
entendió nada, o recordaba sólo detalles. Se propuso ya la relectura porque iban
a hacer una nueva traducción y corregirían numerosas erratas, y su déficit de
atención podría llegar al ciento por ciento. Las medicinas que se lo
exacerbaban terminaron en la basura.
Tomó asiento de cara a la entrada del vagón y detrás de
él subió un vendedor de música estridente con bocinas a la espalda. Respiró
profundo y apretó los puños, la receta para combatir el estrés y la neurosis,
según leyó. Lo mejor para él fueron siempre dos, tres mentadas. Avanzaba en la lectura
cuando irrumpieron tres cargas de búfalos en estampida en la estación del
Centro Médico. Una pareja tomó asiento a su izquierda. Él, un sesentón de gafas
para miope y de cabello como de estopa. Ella empezó a hacer aspavientos entre
su nariz, la de Feldespato y el libro. Eran como jabs femeninos, como uno-dos
femeninos, como lancetas mortíferas.
Feldes vio a su derecha y al fondo. La gente despierta
no respondía al ataque. Entonces giró el cuello hacia la izquierda y vio a una cuarentona
sordomuda, lanzando los jabs perfectos. El tipo del cabello como de estopa
apenas lograba meter su cuchara, es decir, las manos. Esas sí en alto. No iban más
allá de las rodillas de él. Feldes cerró el libro. Formidable, se dijo. Una
sordomuda ¡parlanchina! y ¡vehemente! ¿Podrá decirse así? Meneaba dedos, manos
y brazos, y hacía muecas, estiraba los labios de manera tan flexible que podría
alcanzarse una oreja.
Feldes esperó el cese de las parrafadas violentas. El
hombre cabello de estopa vio a Feldespato a los ojos, resignado. Como
diciéndole ¿te imaginas cuánto soporto yo? La parrafada menguó. Entonces él,
distraído, se dijo que había sido buena decisión buscar las dos versiones del “Ulises”,
de James Joyce, para ver cuál releería. La traducida por un argentino o la
traducida por un español. Escogió el ejemplar mejor conservado. Pensó en leer una
versión y luego la otra. Pero tenía tanto qué releer…
De repente la mujer dejó de manotear entre su narizota,
la de Feldes, y el libro. Feliz, él abrió de nuevo el libro pero entonces el vagón
quedó a oscuras y el convoy se detuvo entre Niños Héroes y Balderas. Pinche
realidad, murmuró Feldes, resignado.
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