FRAGMENTO 24
de
“El último protomacho, creativo y perfeccionista, en el país de las colas sin
fin y las narices de mango”, novela de
MARCO AURELIO
CARBALLO (MAC)
En resumen, lic, pude terminar queriendo a Leo, pero
no sentí ni amor ni odio ni lástima. Odio ni siquiera ante sus peores
groserías. Se siente lástima cuando hay cariño. Como era el padre de mis hijas,
creí suficiente aplicarle la ley del hielo.
Le fastidiaba que yo lo
ignorara puesto a pontificar, solemne.
“Lavo platos o me siento a
escucharte”, “le decía en caso de reclamos.
Me atreví a esas respuestas
cuando se recuperaba del infarto.
Tampoco pretendía ser el
centro de atención porque las niñas no existían para él… y respecto a mí ¿qué
ganaba con que yo le bebiera los alientos, como se dice, siendo una escucha
insignificante?
Con sus monólogos, él podía
estar afinando la cátedra para cuando estuviera ante sus amigotes, ejercitando
los pulmones y el diafragma, aceitando la garganta.
De mí le importaba que en
casa todo marchara bien planchadito, único
diminutivo que se permitía.
De Lili y de Yoli esperaba
que ayudaran no estorbando ni robándole su tiempo oro.
Cuando Papito Leo llegaba a casa, ellas corrían a su recámara, no a la puerta a recibirlo, como se ve
en las películas. Todavía eran Lili y Yoli. En la pubertad Leo decretó
llamarlas Alba Lilia y Yolanda. Se mofaba de los extraños nombres propios como
los tomados del cine, o de la tele, o distorsionados por la otitis. El cerumen
obstruyendo los oídos era poderoso enemigo de la prosodia, según él. Cuando le
preguntaban a las niñas cómo les decían de cariño, Leo se apresuraba a
contestar:
“Se llaman Alba Lilia y
Yolanda. Sin apodos.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario