12 de julio de 2012

TEXTOS SUELTOS



Picazones


“Que pasará/que ahora en diciembre van a ser doce años/
y tú no me puedes dejar /y yo no te puedo olvidar”
Benny Moré

Moda y juventud son males que sanan con la edad, reflexionó Feldespato y se frotó la nalga izquierda. Él padeció los dos males. Es decir ya estaba viejo. La moda tenía relación directa con el consumismo y el consumismo con los mercachifles del dinero. Qué absurdo, se dijo y se frotó la otra nalga. A lo lejos escuchó otra salva de cohetes. La venta de dinero es la legalización del agio. Vaya manera de evolucionar. Si tienes espíritu de ratón ponte una corbata en el cogote y un trapo de lana o de poliéster sobre el lomo, y listo, a vender dinero. A cualquier precio.
Según recordaba, él iba a caer víctima de la moda por primera vez cuando le pidió al sastre los pantalones de dril a la cadera. “¡A la cintura!”, bramó su padre. “Yo no he tenido hijos putos, ni pienso tenerlos.” Feldespato lo vio de reojo. El padre usaba los pantalones entre el ombligo y las tetillas, como Tin Tan. A la moda… de ellos. Por cierto pasarían años para que su viejo abandonara la novedad del bigotito a la Clark Gable. Es curioso, ahora están usando los pantalones centímetros abajo, se dijo Feldes medio siglo después, de pie a la puerta del estudio desde donde veía aquella pared como de ladrillos de barro, pero cuadrados. Si no como Cantinflas, ¿cómo quién? Esa moda sí la hubiera rechazado. Aun a los catorce años. Por grotesca. 
Entonces se le vino a la mente las posaderas de aquel ingeniero en plomería como se autodenominan. El muchacho, en cuclillas desatascando una tubería, dejó a la vista una lacra en la nalga derecha. Semejaba el sello ígneo de un fierro estampado sobre los cuartos traseros de cualquier cuadrúpedo. Cirugía talachera producto de los matasanos de a veinte pesos consulta. “Con todo respeto”, murmuró Feldespato. Ahora soportó la comezón. No vaya a ser que… Son inyecciones mal aplicadas, ha oído decir. Quizá puestas por un estudiante de ingeniería o simple chalán. Mal aplicados, también los implantes, los rellenos. Sin trasero no hay paraíso en… las letras.
Pero él ¿qué se arreglaría? Nada. No porque fuera perfecto. Porque iba de salida. Así como se había declarado conforme con su físico así abandonó la búsqueda tenaz de los mocasines clásicos, por decir algo. Ahora son de madera o de cemento. Odiaba los tenis dizque “para vestir”… Asnos. ¿O era él? ¿Su osamenta desvencijada por recorrer caminos escabrosos en una vida cuesta arriba? Conservaría hasta el final su último bléiser azul. Aunque la Pichona amagara con echarlo a la basura. Al bléiser. De los últimos tres sacos le habían desagradado su caída, su textura y el largo de las mangas. Nada le sentaba a sus brazos de saraguato. “Te quedan”, le decía ella. “Pero no te gustan. La próxima vez escógelos tú...” Entre ir de compras a ir al infierno prefería darle a la tecla.
Como ahora. La Pichona lo había invitado a las ofertas del Palacio de Hierro y a comprar su crema humectante, la de él. “No, gracias”, le dijo. “Debo escribir un borrador.” Lo tecleó de un tirón, como debe ser. Ardía en deseos de iniciar las revisiones, pero lo ideal era obtener el sosiego de las tripas y activar la sesera. Extender las piernas, girar el pescuezo, frotarse las asentaderas. Frotarse, no rascarse. Ecualizado, hacer cuatro, cinco revisiones antes de la sopita, y otras por la noche y al día siguiente. Hasta acercarse al nivel en el cual lee el texto de sus autores predilectos. Seguían atronando los cohetes. Tras veinte años en el pueblo situado en las goteras de la gran urbe se había acostumbrado a oírlos.
¿Y el áfter? ¿Cuándo había dejado el áfter? Antes de contestarse, observó los trémulos retozos de una ardilla en el muro de ladrillos como de barro con granito o piedras pero cuadrados. Una pared erosionada por la lluvia y por el sol y a causa de los balonazos de sus críos. Abandonó la loción facial en la crisis ciento treinta y pico del capitalismo orquestada por los roedores encorbatados y con trapos de lana o de poliéster. En su momento se hizo este planteamiento: áfter o litro y medio de whisky en dos botellas. Primero derivó de etiqueta negra a etiqueta roja y enseguida… Enseguida canceló el áfter debido a su costo de dos etiquetas rojas. Entre zumbarse un buche de áfter amelcochado, peor que el peor brandy español, a uno de alcohol de noventa y quién sabe cuántos grados…
Pero le mejoró el alma porque poseía menos proclividades perniciosas. Coches incómodos en el tránsito infame, relojes estresantes, señoritas putas gratuitas aunque apuraban desaforadas trago fino y bifes gruesos, pasteles rezumando caramelo y licores mampos. Él concentró los recursos en su equipo de compu y en libros, si bien aumentó el gasto de las medicinas. ¿Qué viejo no? La vejez no es una guerra, es una masacre, dice Philip Roth. ¿Por qué lo decía? ¿Acaso le rebanaron las pelotas?, se dijo sacudido por un temblor. Los problemas de la vejez, reflexionó profundo, je, superan los de la adolescencia. Ahora no luchaba por adaptarse a la realidad de los adultos. Ahora pugnaba por huir de esa maldita realidad y por encapsularse a fin de poner a salvo su parva cordura. Pero ya no gasta el fin de año. Sus padres estaban muertos, nadie en su familia se llamaba Guadalupe y él recibe regalos la noche buena. Pantuflas dizque british para sus pies de muco.
Ahí suspendió las disquisiciones. La ardilla despistada había desaparecido de la azotea baldía. En su compu el gran Benny Moré cantaba “Yiri yiri bom” como sólo él sabía hacerlo. Una descarga emocional lo cimbró, nostálgico. Por la garganta sintió el paso imaginario del jaibol doble, tras el paladeo voluptuoso. Pronto llegaría la Pichona y le serviría pequeños filetes horneados de mojarra a las yerbas finas. Luego de la humeante sopita de fideos en el otoño helado.
Para el invierno ya no se proveía del coñac de su agrado. Ahora compra aquella crema carísima, tanto como su áfter o dos botellas de whisky. Extraño, se dijo rascándose ahora sí las dos, viejos y viejas carcamechuzas se untan la crema en otras partes. Debe de ser por mi oficio, murmuró Feldespato, inseguro. Cualquier efecto nocivo en su organismo lo compensa con esa portentosa capacidad desarrollada en años a fin de permanecer horas ante la compu. Se necesitan noventa por ciento de asentaderas y diez de talento para escribir, dijo uno de sus clásicos. Obvio. En su caso noventa y nueve por ciento…

3 comentarios:

  1. ¿Leíste "El animal moribundo", MAC? ¿Ya checaste lo nuevo de Pipik, "Némesis"?

    Saludos.

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  2. M y D: Sólo un libro de este Roth se me ha caído de las manos, pero no te diré cuál para no ejercer malas influencias. Ardo en deseos de releer El teatro de Sabath. Pero apenas voy en Ulises y desde luego ahora sí ¡le estoy entendiendo! Saludos: MAC.

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  3. A nosotros el de Roth que nos mató de aburrimiento se llama "El profesor del deseo", MAC.

    Saludos.

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