Picazones
“Que pasará/que ahora en
diciembre van a ser doce años/
y tú no me puedes dejar /y
yo no te puedo olvidar”
Benny Moré
Moda y juventud son males que
sanan con la edad, reflexionó Feldespato y se frotó la nalga izquierda. Él padeció
los dos males. Es decir ya estaba viejo. La moda tenía relación directa con el
consumismo y el consumismo con los mercachifles del dinero. Qué absurdo, se
dijo y se frotó la otra nalga. A lo lejos escuchó otra salva de cohetes. La
venta de dinero es la legalización del agio. Vaya manera de evolucionar. Si
tienes espíritu de ratón ponte una corbata en el cogote y un trapo de lana o de
poliéster sobre el lomo, y listo, a vender dinero. A cualquier precio.
Según recordaba, él iba a
caer víctima de la moda por primera vez cuando le pidió al sastre los
pantalones de dril a la cadera. “¡A la cintura!”, bramó su padre. “Yo no he
tenido hijos putos, ni pienso tenerlos.” Feldespato lo vio de reojo. El padre usaba
los pantalones entre el ombligo y las tetillas, como Tin Tan. A la moda… de
ellos. Por cierto pasarían años para que su viejo abandonara la novedad del
bigotito a la Clark Gable. Es curioso, ahora están usando los pantalones
centímetros abajo, se dijo Feldes medio siglo después, de pie a la puerta del
estudio desde donde veía aquella pared como de ladrillos de barro, pero
cuadrados. Si no como Cantinflas, ¿cómo quién? Esa moda sí la hubiera rechazado.
Aun a los catorce años. Por grotesca.
Entonces se le vino a la
mente las posaderas de aquel ingeniero en plomería como se autodenominan. El
muchacho, en cuclillas desatascando una tubería, dejó a la vista una lacra en
la nalga derecha. Semejaba el sello ígneo de un fierro estampado sobre los
cuartos traseros de cualquier cuadrúpedo. Cirugía talachera producto de los matasanos
de a veinte pesos consulta. “Con todo respeto”, murmuró Feldespato. Ahora
soportó la comezón. No vaya a ser que… Son inyecciones mal aplicadas, ha oído
decir. Quizá puestas por un estudiante de ingeniería o simple chalán. Mal
aplicados, también los implantes, los rellenos. Sin trasero no hay paraíso en…
las letras.
Pero él ¿qué se arreglaría?
Nada. No porque fuera perfecto. Porque iba de salida. Así como se había
declarado conforme con su físico así abandonó la búsqueda tenaz de los
mocasines clásicos, por decir algo. Ahora son de madera o de cemento. Odiaba
los tenis dizque “para vestir”… Asnos. ¿O era él? ¿Su osamenta desvencijada por
recorrer caminos escabrosos en una vida cuesta arriba? Conservaría hasta el
final su último bléiser azul. Aunque la Pichona amagara con echarlo a la
basura. Al bléiser. De los últimos tres sacos le habían desagradado su caída, su
textura y el largo de las mangas. Nada le sentaba a sus brazos de saraguato. “Te
quedan”, le decía ella. “Pero no te gustan. La próxima vez escógelos tú...” Entre
ir de compras a ir al infierno prefería darle a la tecla.
Como ahora. La Pichona lo
había invitado a las ofertas del Palacio de Hierro y a comprar su crema
humectante, la de él. “No, gracias”, le dijo. “Debo escribir un borrador.” Lo
tecleó de un tirón, como debe ser. Ardía en deseos de iniciar las revisiones, pero
lo ideal era obtener el sosiego de las tripas y activar la sesera. Extender las
piernas, girar el pescuezo, frotarse las asentaderas. Frotarse, no rascarse. Ecualizado,
hacer cuatro, cinco revisiones antes de la sopita, y otras por la noche y al
día siguiente. Hasta acercarse al nivel en el cual lee el texto de sus autores
predilectos. Seguían atronando los cohetes. Tras veinte años en el pueblo situado
en las goteras de la gran urbe se había acostumbrado a oírlos.
¿Y el áfter? ¿Cuándo había
dejado el áfter? Antes de contestarse, observó los trémulos retozos de una
ardilla en el muro de ladrillos como de barro con granito o piedras pero
cuadrados. Una pared erosionada por la lluvia y por el sol y a causa de los
balonazos de sus críos. Abandonó la loción facial en la crisis ciento treinta y
pico del capitalismo orquestada por los roedores encorbatados y con trapos de
lana o de poliéster. En su momento se hizo este planteamiento: áfter o litro y
medio de whisky en dos botellas. Primero derivó de etiqueta negra a etiqueta
roja y enseguida… Enseguida canceló el áfter debido a su costo de dos etiquetas
rojas. Entre zumbarse un buche de áfter amelcochado, peor que el peor brandy
español, a uno de alcohol de noventa y quién sabe cuántos grados…
Pero le mejoró el alma
porque poseía menos proclividades perniciosas. Coches incómodos en el tránsito
infame, relojes estresantes, señoritas putas gratuitas aunque apuraban
desaforadas trago fino y bifes gruesos, pasteles rezumando caramelo y licores
mampos. Él concentró los recursos en su equipo de compu y en libros, si bien
aumentó el gasto de las medicinas. ¿Qué viejo no? La vejez no es una guerra, es
una masacre, dice Philip Roth. ¿Por qué lo decía? ¿Acaso le rebanaron las
pelotas?, se dijo sacudido por un temblor. Los problemas de la vejez, reflexionó
profundo, je, superan los de la adolescencia. Ahora no luchaba por adaptarse a
la realidad de los adultos. Ahora pugnaba por huir de esa maldita realidad y por
encapsularse a fin de poner a salvo su parva cordura. Pero ya no gasta el fin
de año. Sus padres estaban muertos, nadie en su familia se llamaba Guadalupe y
él recibe regalos la noche buena. Pantuflas dizque british para sus pies de
muco.
Ahí suspendió las
disquisiciones. La ardilla despistada había desaparecido de la azotea baldía. En
su compu el gran Benny Moré cantaba “Yiri yiri bom” como sólo él sabía hacerlo.
Una descarga emocional lo cimbró, nostálgico. Por la garganta sintió el paso imaginario
del jaibol doble, tras el paladeo voluptuoso. Pronto llegaría la Pichona y le serviría
pequeños filetes horneados de mojarra a las yerbas finas. Luego de la humeante sopita
de fideos en el otoño helado.
Para el invierno ya no se proveía del coñac de su agrado.
Ahora compra aquella crema carísima, tanto como su áfter o dos botellas de
whisky. Extraño, se dijo rascándose ahora sí las dos, viejos y viejas
carcamechuzas se untan la crema en otras partes. Debe de ser por mi oficio, murmuró
Feldespato, inseguro. Cualquier efecto nocivo en su organismo lo compensa con
esa portentosa capacidad desarrollada en años a fin de permanecer horas ante la
compu. Se necesitan noventa por ciento de asentaderas y diez de talento para
escribir, dijo uno de sus clásicos. Obvio. En su caso noventa y nueve por
ciento…
¿Leíste "El animal moribundo", MAC? ¿Ya checaste lo nuevo de Pipik, "Némesis"?
ResponderEliminarSaludos.
M y D: Sólo un libro de este Roth se me ha caído de las manos, pero no te diré cuál para no ejercer malas influencias. Ardo en deseos de releer El teatro de Sabath. Pero apenas voy en Ulises y desde luego ahora sí ¡le estoy entendiendo! Saludos: MAC.
ResponderEliminarA nosotros el de Roth que nos mató de aburrimiento se llama "El profesor del deseo", MAC.
ResponderEliminarSaludos.