El gabinete siniestro
Primeriza.- Las dos mujeres parecidas entre sí entraron orgullosas al
restaurante esa mañana de principios del otoño con sus respectivos hijos en
brazos. Altas, delgadas y de cabello lacio, brillante y rubio. Gafas de miope. Ocuparon
el gabinete siniestro y llamaron la atención al empezar los chillidos. Era uno
de los niños, de un mes o de un mes y medio de nacido. Su cabeza tamaño naranja
era muy velluda. Así estuvieron minutos. Cuando la mamá empezó a sollozar y se
quitó las gafas y se enjugó las lágrimas, la otra dejó a su crío sentado, mucho
mayor, para atender, arrullando, al nene inconsolable. Nada. Luego recurrió al elemental
expediente de echarle un vistazo al pañal. La mamá se lo cambió y el niño pareció
calmarse. Ella se enjugó las lágrimas y medio le sonrió a la posible hermana. A
los pocos segundos el niño volvió a los berridos. Las mujeres cruzaron
palabras. Entonces la madre le ensartó la teta derecha en la boquita. Más
alaridos. Más tensión. La experta le dijo algo en susurros a la primeriza.
Entonces ésta lo cambió al pecho izquierdo. Santo remedio. Casi le aplauden.
Mona.-
En el gabinete embrujado, entrando, el tercero del lado derecho, estaba un
veinteañero dormido, cara puesta sobre una libreta abierta. Eran como once de
la mañana. A ambos lados tenía un jugo de naranja y una cerveza oscura. Dos
mujeres parlanchinas iban a sentarse frente a él, pero al verlo se siguieron al
fondo. Inaudito. ¿Cuándo se había visto que…? El capitán, vestido como empleado
de pompas fúnebres, iba y venía sin verlo. Al despertar, el muchacho pasó una
mano sobre la libreta, planchándola o secándola y reanudó la lectura o la tarea.
La maja descalza.- La pareja de adultos estaba en un asiento del gabinete siniestro y
enfrente, en el otro, a sus anchas, una adolescente vestida de camiseta blanca
holgada y de pants y sandalias. Se estiraba, gatuna, sin apenas levantar los
brazos. Hablaba por los codos. De golpe medio se recostó y subió el pie
descalzo al espacio vacío de su asiento, y se lo frotó y se tronó los dedos,
uno a uno. Mantuvo la mano buen rato en esa parte de su humanidad. Si uno de los
evidentes padres hablaba, ella volvía a frotarse el pie… Dejó de hacerlo cuando
la mesera le puso al frente un platón con tamales, chilaquiles y frijoles y
crema, que la chica bañó con salsa mexicana.
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