Abrí la puerta de mi
habitación y Pancho entró agitado pero diestro con la enorme charola y mi
filete de pescado al mojo de ajo y arroz blanco, agua mineral y un té de
manzanilla. Sin más, abrió el pico. Ahí, en el cuarto de junto, dijo, el
cliente había pedido dos jaiboles. Se hospeda cada semana con una mujer
distinta. Es abogado. Ahora abrió la mujer. ¿Y qué cree? ¿Qué? Ella estaba…,
balbuceó Pancho. Estaba... ¿Borrachita?.., lo ayudé. No, bien desnuda. Pero yo
siempre les veo los pies.
Pancho el Fetichista debe
tener cincuenta y pocos años. Moreno, de regular estatura y de copete oscuro.
Le gusta su oficio y lo desempeña con diligencia y profesionalismo.
¿En pelota?, le pregunté.
Totalmente…, dijo Pancho. Alta, güera de todo a todo. Unos pechotes… Visualicé
a la trompudita de Scarlett Johanson. Acababa de mirar su foto de espaldas a un
espejo en el cual se le veía su aguitarrado trasero perfecto. ¿Y? Recibió los
tragos, dijo Pancho y se me insinuó y se me untó como gatita insatisfecha. Pero
estas charolas viejas son muy grandes. ¿Y él?, le pregunté. Él, echado, cubierto,
viendo la tele. Con una pata refea
a la vista. Debe estar acostumbrado, le dije. Sí, pero nunca antes su
acompañante abrió la puerta… en pelota como dice usted.
Tengo treinta y tantos años en
esto, dijo Pancho. He trabajado en el DF y en Puebla, Oaxaca y Chiapas. Allá en
la capital, en un hotel de la calzada de Tlalpan, le llevé a una muchacha dos
sangrías con vodka. Le llevé otra. ¿La habrán plantado? Cuando llegué con la
tercera ella me dijo ¿te espero, Panchito? Yo tenía mi nombre en una plaquita
ensartada en el chaleco guinda, recuerdo. Salgo como a las dos de la mañana, le
dije, triste. No importa, dijo ella. Yo tenía ventitantos años. Me sentía
Tarzán.
Entonces le conté a mi jefe.
Eran como las doce de la noche. Déme chance, le pedí. Él dijo, buena onda, está
bien, ya vete, pero aguas… Si llega su güey, yo te hago el paro.
Toqué a la puerta. Se le veía
bien mareada. Yo les había puesto el doble de vodka a sus sangrías, para quedar
bien. Sin malicia.
Ella se quitó la batita y una
zapatilla y ¿qué cree?... ¿Un hermafrodita?, le dije abriendo los ojos en señal
de asombro. Un mampo. Un homosexual. No, no, que le veo los pies… Seis dedos…
Bueno, pensé, ¿eso qué importa? ¿Y? Entonces ella se quitó la otra zapatilla y…
otros seis dedos. Me valió… Venga, dije… La chiquita estaba rechula.
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