Tumbado en la
cama de un hotel, las cortinas corridas o sin correr, con la luz de la lámpara
o sin ella, leyendo a mis anchas, me pregunto cuál fue el primer hotel de mi
vida. No consigo recordarlo. Pero me gustan cada vez más, al grado que podría
vivir en uno. Aparte me agradan los aeropuertos. Cuando regreso al DF sueño
despierto con que pronto efectuaré otro viaje. Los primeros los hice en el tren
Centroamericano, a lo largo de la costa de Chiapas, en la región del Soconusco.
Pero desaparecieron. Sólo da servicio ya, me temo, el trenecito del bosque de
Chapultepec.
Quizá porque hay
ratones de biblioteca, al principio tenía cuidado de emitir cualquier
declaración que me hiciera pasar como tal, como ratón de hotel. Pero los prefiero
a las bibliotecas. Además la atmósfera en el vestíbulo propicia la lectura del
periódico. Se trata de imperfecciones del carácter. Soy consciente. Pero ¿quién
es perfecto? Nomás el colega Hugo Leonel del Río. Cuidaba de manifestarme a
favor de los hoteles porque la mayoría lo hace para pronunciarse en contra.
Muchos lo ocupan sólo para dormir, dicen con desdén. La mayoría prefiere
hospedarse en casa de amistades. Yo no. Yo vivo
en los hoteles, digo y me miran como si aquel bosque, el de Chapultepec,
amaneciera un día pavimentado y entrecruzado por segundos pisos. Vivo los hoteles por mi afición a ellos
y por mi trabajo, y porque me disgusta causar molestias en casa ajena. ¿Cómo
llamar al room service?
De un tiempo a
esta parte ya no me inhibo para poner
de manifiesto esa adicción. Lo digo
sin complejo de ser un ratón de hotel y si el interlocutor se interesa emito
una perorata. Cuando alguien pregunta por determinadas preferencia, digo que
sólo deben parecer hoteles y ofrecer los servicios elementales, y sobre todo
con teléfono. “Pero tú odias hablar por teléfono”, me dijo Petunia, mi
compañera. Es cierto, pero sin teléfono no podría utilizar el servicio a
cuartos. Es decir, lo pido como requisito. No acostumbro el desayuno en la
cama, pero sí una jarra de café para la sesión matutina de tecleo.
A pesar del uso
frecuente de hoteles jamás pregunto sobre nada en especial. Un ratón de hotel
da por descontado que va a encontrar lo necesario. Desde luego me he llevado
cada decepción… Podría redactar un decálogo y sacarlo ante el encargado y
preguntarle si dispone de tal o cual servicio. Con el afán de disponer del cuarto
semiperfecto, y no para denunciar a la casa y que la degraden restándole media
estrella o una estrella completa. Aún no redacto ese decálogo. Quizá porque
siempre confío en que dispondré de los requisitos mínimos. A veces uno paga
cifras exorbitantes y tiene derecho a exigir. Pero ni así… Tampoco pido echarle
un vistazo previo a la habitación. Cuando el asunto es irremediable pido cambio
de cuarto y, si no, queda el cambio de hotel. A veces no se puede y sólo queda
engrosar la lista negra con otro nombre.
Petunia y
nuestros dos hijos adolescentes viajamos el fin de año del 2007 por Querétaro,
Guanajuato y Zacatecas. En la ciudad de las momias, en un hotel de cuatro
estrellas, construido hacía ciento cuarenta y seis años, en 1862, un viento
frío sopló dentro cada noche y azotaba las puertas. Temí soñar con la irrupción
de un piquete de momias desnudas y en fila india, pero no soñé nada. ¿Cómo, si
permanecí alerta horas? Aunque ese no fue problema grave, sino que no había una mesa como en todo hotel de
cuatro estrellas. En la administración informaron que era imposible conseguirme
una. Me asomé al pasillo y vi un carrito con entrepaños. Ése que empujan las
recamareras para ir de cuarto en cuarto cambiando sábanas, toallas y dotando de
botellas de agua, jabones, champú, etcétera. Ahí no iba a poder escribir,
vaticinó Petunia. Nunca había tenido ese problema por muy media estrella que
fuera el hotel. Es decir, he escrito con la compu encima del buró o de las maletas.
Sí puedo le dije, aunque ella propuso la cómoda. Como estaba demasiado alta,
visitamos el cuarto de los muchachos… Ahí era más baja. Con el intercambio, los
críos sólo confirmaron la demencia de su progenitor.
A Hernán Lara
Zavala, autor de la formidable novela Península,
Península (Alfaguara, 2008) no le gusta escribir en hoteles. Lo distrae el
espejo frente a él. Truman Capote y otros escribían tumbados en la cama.
Hemingway escribió cuentos y novelas. Es decir si los narradores se dividieran
en dos categorías, unos escriben a gusto en los hoteles (inclúyanme, por favor)
y otros no, (incluyan a Lara Zavala).
Ignoro de dónde
provenga ese gusto. Puedo ser un caso para el diván psiquiátrico. Pero si uno
ha sido reportero la vida entera no
es extraño que haya estado en muchos. No tantos como Nabokov, pero sí unas
cuantas docenas. El autor de Lolita
vivió con esposa e hijo en doscientos moteles de EE.UU y en otros hoteles de
Europa después de su exilio de
Rusia. Recuerdo dos casos de mi época de reportero. Luego de un terremoto en
Guatemala llegué a reportear el recuento de los daños. Hallé hospedaje en un hotel
de cinco estrellas, a cuyos cuartos le habían quitado las puertas porque podían
trabarse con las réplicas del sismo. En otro terremoto, ahora en Nicaragua, el fotorreportero
y yo hallamos sitio por horas en un motel. Podíamos ocuparlo de noche. Los
nicaragüenses vivían desesperados haciendo el amor de día, tarde y moda,
informaban en la recepción, ante el pánico de que se acabara el mundo.
Desocupaban los cuartos como a las diez pm.
Desde luego ha
habido situaciones peores, mas un adicto a los hoteles va a todas… Un ciclón
había deslavado casi todas las ciudades y pueblos entre el océano Pacífico y la
sierra del Soconusco, en una franja de doscientos cincuenta kilómetros de
largo. Llegué de noche a Tapachula enviado por el semanario Época, ya desaparecido. La lluvia era
pertinaz y había una neblina húmeda. Los cuarenta y pico de hoteles de La Perla
del Soconusco estaban atestados, dijo el taxista. Quizá en un motel. Pero ahí tampoco
hubo habitaciones disponibles. Los soconusquenses hacen el amor hasta casi a la media noche en tiempo de
ciclones. ¿Y ahora? El taxista preguntó si me interesaba una casa de huéspedes.
Sí pero esa casa no parecía casa de huéspedes y menos hotel. El encargado puso
en mis manos algo así como un metro y medio de papel higiénico… Cuando vi la
cama individual con una sábana que no alcanzaba a cubrirla tomé la decisión de
dormir sobre el colchón y cubrirme
con la sabanita, o no cubrirme. Imposible dormir. No por las condiciones de la
cama, por el aspecto del portero de noche. Amable, servicial, pero… Me inquietó
de tal modo que a la mañana siguiente (lloviendo a cántaros), le pregunté qué
le había pasado en la cara. “Me dieron un machetazo”, dijo imperturbable,
acostumbrado a la pregunta sin duda, “y
el médico tuvo que rebanarme parte del muslo e implantármela en la
cara”.
Desde hace tiempo
he sentido el impulso de escribir una guía de hoteles y de contar mis
experiencias. Aunque dudo de que el nombre apropiado sea guía. Eso no importa.
Cuando uno escribe historias cortas o largas, lo de menos es tener el título
desde el principio. A veces se consigue hasta el final. Podría ser un
anecdotario, crónicas de viaje especializadas en hoteles y uno que otro
restaurante. Los viajeros escogen el hotel para desayunarse e incluso para
cenar, no para comer. La fama de su cocina resulta apenas mediocre, con las
excepciones del caso. Una guía para quien viaja a la mexicana, sin agencias de
viajes, aunque no como el mochilero intrépido. Emprenderé la tarea cuando el
impulso sea en verdad poderoso.
Incluiría los
hoteles curiosos en los cuales me he hospedado. A bote pronto recuerdo uno de
Venecia. La familia llegó feliz en tren, y pedimos informes en una caseta de turismo.
A media cuadra había uno dentro de nuestras posibilidades, de tres estrellas.
Los visitantes iban y venían por la calle. Parecía el tramo de San Juan de
Letrán, del DF, entre la torre Latinoamericana y la churrería El Moro.
Llegamos, nos registramos y nos asombramos cuando el botones nos dijo ¡andiamo! Es que habíamos salido del
hotel... ¿Qué sucedía? El empleado dijo sonriente que las habitaciones estaban
¡al cruzar la calle, enfrente de la administración!
En Tapachula,
en mi tierra, en la costa de la selva, en el Soconusco, llegué a un hotel sin
elevador. En los cuartos de la planta baja los excusados no tenían cubierta,
sólo en los del segundo piso. Bien. Luego del desayuno me dispuse a asearme…
Subí las escaleras con pies de plomo. Pies, piernas y panza. Había pedido doble
ración de enfrijoladas. Exquisitas. De haber bebido chocolate habría ascendido
aleteando al primer piso como Remedios la Bella, de García Márquez. En el cuarto me cepillaba los dientes cuando el
lavabo se despegó de la pared, aunque alcancé a detenerlo. ¿Qué hago, diosas
mías?, pregunté viendo al techo. Escupí el cepillo y busqué en la pared. Vi dos
fundas de metal y en el lavabo unas puntas como de sables cortos. El lavabo
pesaba tanto como una mujer-estatua. Encajé los sables en las fundas. Terminé
de asearme, alerta. La plomería no es mi fuerte. ¿Había salido airoso del
brete? No, porque se me comenzaron a humedecer los zapatos, los calcetines...
También se había zafado la tripa del agua sucia. En cuclillas, vi un agujero
negro. Entonces ejecuté algo así como el coito del fontanero, y todo resuelto.
________
*Este relato de
MAC, cuyo más reciente libro es Últimas
Noticias (Ficticia, 2010), Premio Nacional de Novela “Luis Arturo Ramos”,
aparece en la revista Tinta Seca (de arte y literatura), número 108,
noviembre-diciembre, que dirige Miguel Ángel Muñoz.