Turbocrónica
Marco Aurelio Carballo
Cabeza de pichancha
Abelardo Martín Miranda y yo quisimos salir corriendo
de aquel cuarto de nosocomio, allá por los años 70 del siglo xx. Habíamos ido a
visitar al colega reportero René Arteaga, recién operado de una traicionera
peritonitis. La enfermera entraba con una lista de visitantes y René palomeaba
o ponía tache a quienes no deseaba
recibir en ese momento. En el palomeo, Abelardo y yo corrimos con suerte.
Cuando entramos, René estaba diciéndole a la enfermera que se sentía muy a
gusto y que por favor le pusiera un suero de whisky… En un movimiento brusco
del paciente vi cómo saltaron agujas y mangueras y una variedad de líquidos y
fluidos empezó a mezclarse en el piso. Abelardo y yo dimos voces de auxilio. La
enfermera llegó deprisa y se hizo cargo con pericia de la situación. Mientras tanto,
Abe y yo nos escabullimos del cuarto, saltando fluidos imaginarios y jurando
que la próxima vez íbamos a tener cuidado en buscar el momento propicio para hacerle
a un enfermo la visita. Nuestro querido amigo y colega René Arteaga murió días
después.
Ahora cuando me dijeron que
Abelardo Martín Miranda preguntaba por mí, le abrí la puerta y nos dimos un
abrazo. Si él recordó nuestra visita a René Arteaga, guardó prudente silencio
acaso para no ser inoportuno. El tenis que practica en el club Inglés le mantiene
la piel atezada y aún peina un cabello negro ensortijado. “Colocho”, le dicen
por mis rumbos del sur profundo. Tras enterarse de algunos pormenores de mi
estado de salud, me extendió un pequeño mueble de madera. Se trataba de un
atril adaptado según diseño de él, para
leer en la cama. Un regalazazo para
un lector empedernido, que no se atreve, convaleciente, a pedir sueros de
whisky, si bien ganas no le faltan después de una trepanación. Lo hubiera hecho
en otros tiempos y acaso hubiera ganado el mote de “Cabeza de pichancha”,
especie de colador allá en el sur.
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