30 de abril de 2013


Quiero compartir con los lectores de este blog el artículo de mi querido amigo Rafael Cardona Sandoval publicado en "La crónica", diario capitalino: MAC



El cristalazo
> Aquella mañana con Cortázar
> RAFAEL CARDONA
> Seguramente habíamos ido a desayunar a “La calesa” o a “El hueso”. La ocasión, la memorable ocasión (como estas líneas prueban) de seguro impidió el terapéutico almuerzo tempranero en "La mundial" con sus aromáticos huevos salseados con chorizo y la primera y poco recomendable cerveza matutina. 
> Pero allá por Avenida Juárez íbamos los dos con un secreto alborozo emocionado rumbo al Hotel del Prado. Podríamos saludar a Diego y a Frida y a Posada y a don Joaquín de la Cantolla y luego, de seguro al doblar una esquina cualquiera del alfombrado corredor, hallarnos cara a cara con la visión incomparable, con el más grande de los escritores del “boom” latinoamericano, con el inigualable y cada día más grande y más extraño y más barbudo y más silencioso, serio, discreto y todo lo demás, el maestro; el obispo de la palabra argentina (el Papa era Borges), el enorme, hasta físicamente, Julio Cortázar.
> Caminábamos mientras cada uno de los dos –Marco Aurelio Carballo y este redactor-, practicaba en silencio cómo se acercaría a Julio. A pesar de ser reporteros profesionales, curtidos en muchos escenarios formales, violentos; estudiantiles, diplomáticos, policiacos y de cuanto hay, llevábamos cautelas de quinceañera al entrar a la matinée con novio y sin chaperona.
> --¿Qué le vas a  preguntar?, le dije a Carballo cuya apariencia entonces oscilaba entre un príncipe Lacandón y un musculoso agente de la judicial. 
> --Si no se arrepiente de haber quemado su primera novela. Yo acabo de hacer lo mismo. ¿Y tu?
> --Pues no sé, quizá sobre los brincos de la “Rayuela”, si se trata de un recurso literario o de una forma de jugar con los textos o de vernos a todos la cara de pendejos. No se”. 
> Obviamente cuando lo tuve enfrente le dije otras cosas, menos de la estructura de la novela. 
> Tal y como lo habíamos imaginado nos hallamos con Cortázar cerca del vestíbulo. Ni habíamos hecho cita ni teníamos mayor finalidad. La “entrevista” era un pretexto, la verdad. 
> Era el pasaporte para ir a La Meca, tener un fugaz encuentro admirativo y devoto, generado por la lectura de “Los premios” y “Rayuela”, obviamente y alimentada por algo entonces todavía respetable (1972 o 73, creo): la leyenda cultural  de la Casa de las Américas y los nombres de Roberto Fernández Retamar, Haydeé Santamaría y toda aquella mitología alimentada por la Revolución Cubana. 
> --Señor Cortázar, me presenté. ¿Me permite un par de preguntas? 
> --Pero de prisa, por favor. Debo ir a la reunión.
> Le pregunté a Cortázar si el “boom” –esa moda cuya consagración tuvo tres premios Nobel, Paz (de la misma edad suya), García Márquez  y Vargas Llosa--, era un triunfo cultural de Latinoamérica, el retorno de las carabelas o un simple éxito de mercadotecnia de los editores catalanes. Ya ni recuerdo la respuesta pero sí me quedó claro cómo desdeñó mi audacia. 
> Carballo entró al quite.
> --¿Usted quemó su primera novela? ¿Deben todos los escritores hacer lo mismo, ser tan rigurosos?
> --Solo si es tan mala como aquella, le dijo Don Julio con una sonrisa condescendiente.
> --Es que yo… le dijo aquel. 
> --“Sí, usted ya quemó o va a quemar una. No lo haga,  guárdela. No desperdicie dos veces el papel.” Después de eso Carballo se dedicó plenamente a la literatura. Dejó la prensa diaria.
> Todo esto me ha venido a la cabeza por varias razones. La primera, porque la conmemoración de los 50 años del nacimiento de “Rayuela” ha resucitado el libro magnífico de Cortázar y por la cantidad de idioteces con las cuales algunos “escritorcitos y escritorcitas” han opinado aquí, llenos de jactancia y pedantería, sobre ella y el medio centenario.
> La segunda por la lectura de algunos  párrafos insuperables:
> ”…Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint Germain des Près, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, por fin a cosas vivas.”
> Y: 
> “..Aureliano podía imaginarlo entonces con un  suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir al hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidos donde habría de morir Rocamadour.”
> La tercera, y quizá la única importante: por los quebrantos de salud de Marco Aurelio con quien me atan cuerdas del pasado, memorias, disputas y afinidades irrompibles. Y por no haber hallado antes otro momento para escribirle y decirle tantas cosas como esta columna no dice, pero sabe. Y sabe él también.
> --0--

24 de abril de 2013

El enmascarado de plástico


Turbocrónicas
EL ENMASCARADO DE PLÁSTICO
Marco Aurelio Carballo

Hay de máscaras a máscaras. La más conocida en los últimos tres y pico de sexenios es la del “sub”. Por razones de antigüedad recuerdo la del Santo, el Enmascarado de Plata, uno de los conocimientos y admiraciones que comparto con el cronista de fuste Miguel Reyes Razo. Quedé convencido de que hablábamos del mismo ídolo cuando Miguel hizo a un lado su silla de la mesa, sentados a la cual bebíamos pálidos jaiboles, se puso de pie y se inclinó y abrió los brazos e hizo un flexible quiebre de cintura, justo como el Santo enfrentaba a sus enemigos,
Después leí acerca de la “Máscara negra”, la revista de cuentos policiacos de autores gringos como Raymond Chandler, Dashiel Hammet y Earle Stanley Gardner.
Vi una vez “La máscara de hierro”, película  con Leonardo di Caprio. Escribo una vez porque mi Princesa la ha visto medio centenar, poco menos que las veces que ha visto a Sylvester Stallone. Rocky Balboa no usa máscara, pero como si usara una de bobalicón. Hablan los celos, creo.
Quise ser luchador y guerrillero, después de haber querido ser Robin Hood. No tanto Supermán ni Batman. Ignoro si porque usan máscara o porque vuelan, requisitos que reunía el Santo, lanzándose sobre su adversario desde la tercera cuerda.
He intentado escribir relatos policiacos, pero es tan difícil como evitar romperse la crisma arrojándose encima del adversario desde el ring y por entre las cuerdas. Aparte, me temo que “Máscara negra” ha dejado de publicarse.
De hecho utilicé la primera, a mi medida, en el hospital. Cualquier lector podría preguntarse ¿qué clase de comparación es esa? La máscara es blanca y pregunté de qué material estaba hecha porque, cuando cierta máquina lanza luces rojizas o azules sobre mi cráneo, en las sesiones de radioterapia, creo que la máscara despide un tufillo jamás olido antes. De plástico, dijo la doctora cuando le pregunté de qué estaba hecha.
En efecto hay de máscaras a máscaras. La mía no es la de un guerrillero, los Robin Hood modernos. Ni de un escritor importante. Pero es mi máscara y su contribución, la de salvarme la vida, espero, no es menor…

17 de abril de 2013

Encuentros del tercer tipo


Turbocrónicas
Encuentros del tercer tipo
Marco Aurelio Carballo
Tres personas pidieron la atención de la veintena o más del público, la mayoría mujeres, que aguardaba en la sala de espera del hospital. Buscaban a quién animar a darse de alta en Alcohólicos Anónimos, la doble A. No era primera vez que Feldespato vivía experiencia parecida. Sexenios atrás, mientras acompañaba a su padre a una consulta médica, les ofrecieron un cuestionario para descubrir qué grado de neurosis padecía el encuestado. El padre, molesto, dijo que él no era ningún neurótico. En efecto, no estaban en la antesala del psicoterapeuta, pero Feldespato le masculló, atrevido: “Acabas de dar muestras…”
Ahora parecía a punto de responder como su padre, pero quiso oír a la brigada de buenos hombres en su tarea de salvar de la enfermedad a quienes, no obstante ese mal, ahora padecían quizá un cáncer de hígado o de esófago o… Feldes sólo debía decir un educado no gracias cuando le extendieran el folleto. Podía servirle a otra persona.
Él se ubicó en la categoría de bebedor social y no de bebedor fuerte, ese que se zampa una botella diaria de whisky como sir Winston Churchill, ni de bebedor problema, capaz de gastarse el sueldo y dejar a la familia sin quinto una semana o una quincena.
Quién sabe por qué evocó su primer fin de año en la gran urbe cuando, al dirigirse a casa, se detuvo a tomar el aperitivo en la barra de una sombría y fresca taberna del primer cuadro, años antes de que le llamaran Centro Histórico. Un parroquiano le hizo plática. Pocos padecían entonces de sospechosismo. El otro ordenaba sus tragos y él los suyos. Era un agente judicial que al tercer trago empezó a retarlo… Desde luego, lo primero que pensó fue que él era un provinciano pero no un cobardica. Si bien tampoco se imaginó diciéndole al conocido casual, sígame y salir por las puertas batientes como Clint Eastwood en “Por un puñado de dólares”. Pero sí podía decirle, “señor judicial, a mí deme por muerto”. La frase manida le pareció caída como anillo al dedo. Es que, le contaría a sus amigos, llevaba consigo el aguinaldo y en casa esperaban el  pavo.
Ahí le cortaron la evocación al extenderle el folleto de la doble A. Feldespato lo conservó “¿por qué no?”, se dijo. Aquella vez tuve suerte…

Leoncito


Turbocrónicas
Leoncito
Marco Aurelio Carballo

Para José Luis Cuevas

La primera vez que oí aquella súplica más que lamento (“¡Ya me quiero ir!”) supuse que era un niño. Durante toda la semana escuché la misma demanda cada mañana. No me pareció extraño porque la espera a esa hora, acaso con el sueño interrumpido o desmañanado, se antojaba demasiado larga. En semana santa, el piso de Radioterapia de Oncología del Centro Médico Siglo XXI estaba lleno, desbordado. Llaman al paciente por medio de un sistema interno de sonido, dos o tres cada diez o quince minutos. Se organiza un desfile de esperanzados en una cura casi milagrosa. A lo mejor no para aquel niño que aún no se explica muchas injusticias de la vida.
En la primera sesión de radioterapia se me ocurrió preguntar si dolía. Buscaba romper el hielo con la enfermera. Pero ella no estaba para romper nada y dijo que ahí también trataban a niños. Entendí: “Ni siquiera los niños hacen preguntas pueriles”.
Cuando conocí a Leoncito lo vi en un pasillo jugando con su padre, el mismo perfil del cráneo. El niño de unos cinco o seis años, estaba rapado a navaja, a la Yul Bryner (1920-1985), el actor ruso aquel del siglo XX. Leoncito, así lo llamaban, corría de un lado a otro, riendo, siempre al encuentro de quien supuse el padre. Era el niño que gritaba cada mañana “¡Ya me quiero ir!” y ahora con la misma voz decía, vehemente: “¡Al ratito…!” “¡La foto, al ratito!” Le hicieron creer, deduje, que las luces de la sesión de radioterapia recorriendo su cuerpo eran para tomarle fotos.
Hubiera querido acercarme y chocar mis nudillos con los suyos y decirle que yo también quería irme ya a casa, pero que él era un ejemplo de paciente para los adultos, sobre todo para los temerosos de que aquellas luces no fueran las de una cámara fotográfica, sino lancetas de fuego atómico… Entonces escuché mi nombre y caminé resuelto a mi sesión, inspirado por Leoncito.

3 de abril de 2013

¿Otro día "D"?


Turbocrónicas
¿OTRO DÍA “D”?
Marco Aurelio Carballo
Para el lic. Julio C. Serna, con mi agradecimiento.
Cuando despertó, Feldespato recordó que acaso iba a vivir otro día como el 23 de enero cuando vivió el día D de su vida de siete decenios. Al contrario de tres meses atrás, ahora tomó conciencia de su miedo, casi pavor. ¿Y eso? Porque en su trabajo había ejercitado en exceso el músculo de la imaginación. Así que mejor ejercitaba la parte donde radica el valor. Bastaría un gramo, un punto por encima de su cobardía. Pero ¿y dónde buscarlo? En el cerebelo ya no estaba. Nunca le preocupó el sitio de la imaginación para aplacarla. Sin embargo los efectos devastadores de la quimio y de la radioterapia eran tan variados como paralizantes. Si se le caía el cabello a racimos le importaba un diputado federal y dos locales. Iba a leer el instructivo de las cápsulas de la quimio. El miedo surge de lo desconocido, se dijo. Además, el doctor Rodea del IMSS desestima los mitos que satanizan esas terapias. Lo cual anima a quienes no temen los efectos colaterales por no imaginarlos. Pues ¿cuál será el efecto de un fogonazo de rayos equis en el cerebro? Recordó al dentista que corría a parapetarse tras una plancha de metal antiatómica cuando le tomaba placas al paciente para ver el estado de una muela desvencijada.
Pero Feldespato tenía que abreviar al contarle a sus críos. Iba a decirles que se le ocurrió una idea intuitiva, de las recomendadas por sus compas de arma y esa fue que “no” se trataba de otra cirugía cerebral, sino de una curación, y Así disipó el miedo.
Al salir de la primera sesión de radioterapia, su princesa le preguntó qué tal. “Rápido y sin dolor”, respondió él. Pero más le satisfizo volver a casa con la toalla de mano, limpia. La llevó por si el Temodal, la quimio, le provocaba náuseas y vómito. Se hubiera sentido pésimo si hace su numerito ¿Y? ¿Buscó en alguna parte de la panza la clave de la firmeza estomacal? No. Sólo se encomendó a la voluntad de su ser superior, como aconsejan los compas del arma. Callaría un cuento “duro” para su nueva colección. El personaje descubre que, al fallarle el pulso al radioperador, le radian una zona imprevista y le dejan “aquellito” con forma y tamaño de un dado. Horror de horrores.